Llegando ya casi a la Semana Santa, la liturgia de la Palabra nos presenta, en la primera lectura, la alianza que Dios establece con Abram. El cambio de nombre de Abram a Abraham indica un cambio de misión: será el padre de una muchedumbre de pueblos, y su fe será referencia constante para sus hijos. Abraham aparece hoy como figura del Jesús que con su Pascua se dispone a agrupar en torno a «una muchedumbre» elegida por Dios. Yahvé hace una alianza con Abraham y le promete una descendencia numerosa, a él que es ya viejo, igual que su mujer; y le promete la tierra de Canaán, a él que no posee ni siquiera un metro cuadrado de tierra. Dios hace su parte, y espera que Abraham y su descendencia cumplan la parte de la alianza que a ellos les toca, tienen que creer y seguir al único Dios. Yahvé será el Dios de Israel, e Israel, su pueblo. Pero, en el Evangelio que la Iglesia nos presenta para la Misa de hoy, los que se vanaglorian de ser descendientes de Abraham, no reconocen a Jesús como el «enviado» de Dios, es decir, como el Mesías y alborotados por la indignación de captar que Jesús se presenta como Dios, agarran piedras con la intención de lapidarle. No aceptan que en Jesús quiera sellar Dios una nueva y definitiva alianza con la humanidad para empezar una nueva historia.
Los judíos no entendían el mensaje de Jesús porque habían cerrado su mente y su corazón al cuestionamiento que Jesús les hacía. El Señor les cuestionaba su interpretación literal de la Escritura y los invitaba a una correcta interpretación espiritual o simbólica. Además, con base en esta interpretación, Jesús les cuestionaba su tan cacareada filiación a Abraham. Ser hijo de Abraham no se podía entender de una manera biológica, sino de manera simbólica o espiritual que implicaba una fidelidad. Sólo los amantes de la justicia y de la libertad, podían llamarse de verdad hijos del viejo y santo patriarca. Pero la realidad es que los judíos que escuchaban en aquella ocasión a Jesús querían seguir viviendo de las rentas de la fe de Abraham y por eso confunden de modo lastimoso la letra con el espíritu, la ley con la vida. Se sienten «herederos» de Abraham y, como tales, dueños absolutos de su fe. Han heredado las palabras y han pensado que conservarlas literalmente era el mejor modo de compaginar la fidelidad a Dios con su propio afán de poder y de dominio erigiéndose en celosos guardianes de su cumplimiento. Esta mezcla les ha hecho ciegos. Su mundo se divide en «buenos y malos» sin más categoría de discernimiento que el cumplimiento literal de normas y normas (que unos cuentos conocían) nacidas, a lo largo de los siglos, de la interpretación que los maestros iban haciendo. Jesús hecha por tierra todo su andamiaje y, por lo tanto, les resulta imposible soportarlo: hay que quitarlo de en medio.
Los cristianos de hoy no podemos ser como aquellos escuchas que en realidad no escuchaban. No debemos dejarnos persuadir por ninguna propuesta ni conducta contrarias al Evangelio. Nuestro «sí» cotidiano a Jesús es la mejor respuesta para nosotros y para los demás. Tal vez esa actitud de fidelidad y coherencia sea la mejor manera de hacer pensar a nuestros adversarios y hasta conseguir que el mundo crea en Jesús, Evangelio de Dios. Jesús es verdadero Dios y verdadero Hombre. «Perfecto Dios y perfecto Hombre», dice el Símbolo Atanasiano. San Hilario de Poitiers escribe en una bella oración: «Otórganos, pues, un modo de expresión adecuado y digno, ilumina nuestra inteligencia, haz también que nuestras palabras sean expresión de nuestra fe, es decir, que nosotros, que por los profetas y los Apóstoles te conocemos a ti, Dios Padre y al único Señor Jesucristo, podamos también celebrarte a ti como Dios, en quien no hay unicidad de persona y confesar a tu Hijo, en todo igual a ti». Esta es nuestra fe, es la fe que en Cuaresma estamos tratando de reforzar para llegar a celebrarla plenamente en la Vigilia Pascual. Pidámosle a María, esperanza nuestra, que nos ayude a «guardar la Palabra» en el corazón, como ella (Lc 2,19.51), ya que contamos con la garantía de Jesús, que dio su vida para que, con nuestro ser y quehacer seamos artesanos de la vida cada día. ¡Bendecido jueves lleno de alegría porque ya se acerca la Pascua!
Padre Alfredo.
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