Vivir de fe en medio de las adversidades nunca ha sido una cosa fácil, la primera lectura de hoy nos presenta cómo, en medio del desierto, el pueblo de Israel experimenta la experiencia de la dificultad de vivir la fe y de confiar en la promesa de Dios en una situación muy adversa (Núm 21,4-9). Su rebelión le muestra cómo fuera de Dios no hay salvación. El pueblo, extenuado..., habló contra Dios y contra Moisés: ¿para qué nos sacaste de Egipto? ¿Para que muriéramos en el desierto? (Núm 21,5). Es fácil darse cuenta de que el pueblo hebreo, peregrino por el desierto en pos de la libertad y del cumplimiento de las promesas de Dios, no era muy diferente al resto de la humanidad. Cada uno de nosotros, en mayor o menor medida, puede identificarse con él. Habían abandonado una posición dolorosa, en la que eran esclavos, pero en la que tenían asegurado lo mínimo para vivir. En Egipto no les faltaba casa, vestido y sustento. Pero no era suficiente, necesitaban tomar entre sus manos las riendas de su propio destino. En el camino, en medio del desierto que les conduce a la liberación total, comienzan a fallar los mínimos y surge la duda. Agobiados por la carencia de una satisfacción inmediata de sus deseos, vuelven los ojos atrás y suspiran por las cadenas que les daban de comer.
¡Qué fácil es dejarse atrapar y experimentar la tentación de cambiar la esperanza por la nostalgia! Y lo peor del caso es que el es que el pueblo elegido abandona la esperanza en la Tierra prometida por la nostalgia de una tierra ajena en la que sólo podía aspirar a la dádiva puntual del amo de turno, renunciando a sí mismos si era preciso en aras de una actitud de sumisa complacencia. Dios no puede dejar que sus hijos se pierdan y entonces interviene de una manera impresionante utilizando serpientes. En el desierto abundaban las serpientes, que constituían un peligro para el pueblo peregrino. La serpiente ha sido siempre símbolo de espanto. Animal sinuoso y deslizante, difícil de atrapar, que ataca siempre por sorpresa y cuya mordedura es venenosa: el veneno que inyecta en la sangre no guarda proporción con su herida aparentemente benigna. Así, los hebreos, en el desierto, se dieron cuenta de que habían hablado contra Dios. Las serpientes venenosas muerden más que su carne, su conciencia y en el reconocimiento del pecado renacen los motivos que les lanzaron a lo desconocido. Al pueblo se le pedirá algo muy simple para curar de su mal: mirar el estandarte que les recordaba que el poder de Dios es siempre más fuerte que todas las vicisitudes humanas.
En el Evangelio, Jesús alude a ese símbolo y lo transfigura, pues lo hace para predecir su muerte en la cruz, que se convertirá en fuente de salvación (Jn 8,21-30). Anticipándose a su pasión, muerte y resurrección ya inminentes, nos permite ver el poder y la fecundidad de la Cruz: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre para que todo el que cree en Él tenga vida eterna» (Jn 3,14-15). El juicio que nosotros hacemos sobre Cristo se resume en la cruz. Dios envía a su Hijo, y el mundo lo crucifica; Dios realiza la obra de la redención a través del juicio que el mundo hace de su Hijo, es decir de la cruz. Esto debe ser para nosotros un motivo de seria reflexión en esta última semana de Cuaresma. Nuestros pecados, nuestras debilidades, nuestras miserias, reconocidas o no, son las que juzgan a Cristo. Y lo juzgan haciéndolo que tenga que ser levantado y muerto por nosotros. Ésa es nuestra palabra sobre Cristo; pero, al mismo tiempo, tenemos que ver cuál es la palabra de Cristo sobre nosotros. Jesús dirá: «Cuando hayan levantado al Hijo del Hombre, entonces conocerán que Yo soy». Ese «Yo soy», no son simplemente dos palabras; «Yo soy» es el nombre de Dios. Cuando Cristo está diciendo «Yo soy», está diciendo Yo soy Dios. La cruz es la que nos revela, en ese misterio tan profundo, la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, porque la cruz es el camino que Dios elige, que Dios busca, que Dios escoge para hacer que nuestro juicio sobre Él de ser condena, se transforme en redención. Ésa es la moneda con la que Dios regresa el comportamiento del hombre con su Hijo. María —dice la Escritura— permaneció al pie de la cruz, y fue en ese momento en que la Madre de Jesús se hizo Madre de todo el género humano. Esta mujer dolorosa, pero firme al pie de la Cruz nos acompaña en nuestro andar. ¡Que consolador es experimentar en este día este auxilio de la Virgen! Su presencia, hoy que me toca el regalo de ir la Basílica a confesar, me dice: «No se turbe tu corazón... ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?... Y a ti... ¿Qué te dice? ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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