Todos sufrimos diversas clases de parálisis. Por eso nos gozamos de que nos alcance una y otra vez la salvación de Jesús, a través de la mediación de la Iglesia. Esta fuerza curativa de Jesús nos llega, por ejemplo, en la Eucaristía, porque somos invitados a comulgar con «el que quita el pecado del mundo». Y, sobre todo, en el sacramento de la Reconciliación, que Jesús encomendó a su Iglesia. Jesús nos quiere con salud plena. Con libertad exterior e interior. Con el equilibrio y la alegría de los sanos de cuerpo y de espíritu. Ha venido de parte de Dios precisamente a eso: a reconciliarnos, a anunciarnos el perdón y la vida divina. Y ha encomendado a su Iglesia este mismo ministerio. El mensaje de este texto nos deja en claro que Dios, por su amor universal, a través de Jesús, ofrece su Reino a todos los hombres por igual, sin distinción de pueblo o raza. Por la cercanía a Jesús, en este caso y en muchos otros queda borrado el pecado del hombre que lo paraliza y se le comunica un nuevo espíritu que lo levanta y lo hace caminar.
El relato, de igual manera, muestra la resistencia e incredulidad de los letrados judíos ante este mensaje y la nueva vida, por el perdón de sus pecados, que aparece en el que se suponía indigno y excluido del Reino. Hoy hay gente que está cegada por el orgullo que les hace tenerse por justos, hay gente que no acepta la llamada de Jesús. Sabemos que al Señor le acogen los que sinceramente se consideran pecadores. Ante ellos Dios se abaja perdonándolos. Como dice san Agustín, «es una gran miseria el hombre orgulloso, pero más grande es la misericordia de Dios humilde». Y, en este caso, la misericordia divina todavía va más allá: como complemento del perdón le devuelve la salud: «Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa» (Mt 9,6). Jesús quiere que el gozo del pecador convertido sea completo. Le pedimos a María Santísima que nos acompañe en nuestro caminar y que siempre experimentemos la curación del Señor. ¡Bendecido jueves eucarístico y sacerdotal!
Padre Alfredo.
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