Jesús, aunque intentaba no provocar innecesariamente a los fariseos, siguió, según el relato, con su libertad y entereza. Ahora bien, este estilo era el que anunciaba Isaías hablando del Siervo de Dios y que ahora Mateo afirma que se cumple a la perfección en Jesús: anuncia el derecho, pero no grita ni vocea por las calles. Tiene un modo de actuar lleno de misericordia: la caña cascada no la quiebra, el pábilo vacilante no lo apaga. Ayer decía aquello de «misericordia quiero y no sacrificios». El es el que mejor lo cumpla con su manera de tratar a las personas. Jesús no fue un ingenuo que no se diera cuenta de lo que sucedía a su alrededor o que no conociera las intenciones de los que se acercaban a él.
Jesús sabía hablar con cada uno de los que se encontraba o se acercaban a él, en el tono preciso. Unas veces los invitaba a que le siguieran, desafiándolos a que dejasen todo por el Reino de Dios. Otras, sencillamente, ofrecía el perdón y la acogida de Dios a los que se le acercaban. Pero también sabía provocar a los que se oponían cerradamente a su misión. Todo en él era manifestar el amor de Dios para los hombres. Pero de modo concreto, según cada caso, según las necesidades y la situación de cada persona. A la luz de este pasaje, la gran cuestión a la que tenemos que responder los discípulos–misionero de Cristo con nuestra vida, es qué significa para mí, aquí y ahora, amar a mis hermanos. La respuesta no la encontraremos en ningún libro. Sólo la descubriremos mirando a Jesús y a la situación concreta en que nos ha tocado vivir. Con María miremos a Jesús y dejémonos cuestionar por él. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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