Nosotros no somos, como los fariseos, racionalistas que exigen demostraciones y, cuando las reciben, tampoco creen, porque las pedían más por curiosidad que para creer. La fe no es cosa de pruebas exactas, ni se apoya en nuevas apariciones ni en milagros espectaculares o en revelaciones personales. Jesús ya nos alabó hace tiempo: «dichosos los que crean sin haber visto». Nuestra fe es confianza en Dios, alimentada continuamente por la comunidad eclesial a la que pertenecemos y que, desde hace dos mil años, nos transmite el testimonio del Señor Resucitado. La fe, como la describe el Catecismo, «es la respuesta del hombre a Dios que se revela y se entrega a él, dando al mismo tiempo una luz sobreabundante al hombre que busca el sentido último de su vida» (CEC 26). Es hermoso vivir la fe con sencillez, sin necesidad alguna de milagros portentosos cayendo en la tentación de esperar grandes señales para comenzar a actuar. Jesús, nos invita a vivir y confiar en los sencillos y hasta rutinarios «milagros de cada día», sin ser sensacionalistas.
El signo mayor para todo discípulo–misionero es solamente uno: Jesús de Nazaret, testigo entre los hombres del amor de Dios. Jesús hizo el mayor milagro que se puede hacer: vivió amando y pasó entre los suyos haciendo el bien. Por eso, hemos de preferir los signos sencillos y pequeños que nos rodean sin que a veces nos demos cuenta: el cariño con el que un hijo cuida de sus padres ancianos, la entrega del catequista al servicio del Evangelio, el compromiso generoso de muchos en favor de la justicia, la sonrisa de la religiosa que vive su consagración con alegría, el servicio sencillo del párroco... Esos pequeños signos, y tantos otros, nos muestran que todavía vale la pena seguir a Jesús, que amar sigue siendo el mejor modo de hacer presente a Dios en nuestro mundo. Con María, vivamos los pequeños signos de cada día. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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