La Buena Nueva de Dios, esta de la salvación y la vida que nos ofrece, debe ser anunciada a toda la humanidad. Cada generación es nueva, en la historia, y necesita ser evangelizada. Por eso sigue en pie el encargo de Jesús a cada discípulo–misionero. A unos se lo encomienda de un modo más intenso y oficial, como son los obispos de la comunidad eclesial, que son los sucesores de esos doce apóstoles. Luego también a sus colaboradores más cercanos, los presbíteros y los diáconos, que reciben para ello una gracia especial en el sacramento del Orden. Pero es en sí toda la comunidad cristiana la que debe anunciar la salvación de Dios y dar testimonio de ella con palabras y con obras. En el ámbito de la familia, del trabajo, del estudio, de la política, de los medios de comunicación, de la sociedad en general. En tierras de misión y en países cristianos.
Vivir el encargo misionero es lo mejor que un discípulo–misionero de Cristo puede hacer, dar testimonio del amor y la cercanía de Dios a su alrededor, curar las dolencias, expulsar los demonios de nuestra sociedad, ayudar a que todos puedan vivir su existencia con esperanza y sentido. No todos somos sucesores de los apóstoles, pero todos somos seguidores de Jesús y debemos continuar —cada uno en su ambiente—, la misión que él vino a cumplir. Todos formamos la Iglesia que es «apostólica» y es «misionera». Cada uno de nosotros, en su pequeñez, ha de cumplir con alegría este encargo misionero. Por eso hay que pedirle a la misionera por excelencia, a María, la que se encaminó presurosa en el anuncio de la Buena Nueva que ella nos ayude a llegar a todos los hombres que esperan la Palabra de Dios por medio de nosotros. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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