Pero quiero ir ahora, por supuesto, a la persona de Tomás, porque, para nosotros, nosotros, lo importante es observar su cambio de actitud, el paso de la oscuridad a la luz. Tomás tardó en comprender que su postura ante la palabra de los compañeros no había sido razonable, pues tenía ante sí testimonios muy fidedignos, por ejemplo, el de la Magdalena, Apóstol de los Apóstoles y el de los dos discípulos camino de Emaús. Pero se hizo esperar. Por fortuna, o mejor por gracia, al final, entró en él la luz de forma para él inesperada, a la luz de todos, con una plasticidad enorme. Junto a la plasticidad de poner el dedo en la llagas, se dio en él una expresión emocionada que a todos conmueve y que seguimos repitiendo: ¡Señor mío y Dios mío! Es la más alta y clara confesión de fe que aparece en el Evangelio de la resurrección.
Este Tomás, primero a oscuras y luego luminoso, fue quien, según la tradición, predicó en la India, donde sufriría el martirio. Los cristianos de allí, de rito malabar, se dicen discípulos de santo Tomás. Y los cristianos de aquí, de rito romano, debemos mostrarnos muy agradecidos y deudores a su confesión de fe, amor y servicio. A su manera, Tomás nos propone a Jesucristo como un Señor vivo ... «con heridas». Sin saberlo, el descreído Tomás nos viene a mostrar un itinerario de fe que se sale de lo imaginado. A Jesús no lo reconocemos mediante argumentos impecables. Ni siquiera a través de milagros llamativos. A Jesús lo reconocemos ... por sus heridas. Sólo cuando metemos la mano en ellas reconocemos que está vivo, que no es un cuento. Gracias al paso de Tomás de la oscuridad a la luz, nuestra fe crece y somos dichosos los que creemos sin haber visto. Que María Santísima, Madre de los Apóstoles, la que no necesitó ver para creer nos aliente... y que ya venga la luz. ¡Que tengan un bendecido e iluminado sábado!
Padre Alfredo.
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