Ahora, en nuestros tiempos, es en los sacramentos en donde los discípulos–misioneros de Jesús nos acercamos con más fe a él y le «tocamos», o nos toca él a nosotros por la mediación de su Iglesia, para concedernos su vida. Como en el caso de aquella mujer enferma, que Jesús notó que había salido fuerza de él, así pasa en los sacramentos, que nos comunican, no unos efectos jurídicamente válidos «porque Cristo los instituyó», sino la vida que Jesús nos transmite hoy y aquí, desde su existencia de Señor Resucitado. Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica: «los sacramentos son fuerzas que brotan del Cuerpo de Cristo, siempre vivo y vivificante» (CEC 1116). El dolor de aquel padre que aparece en el relato y la vergüenza de aquella buena mujer pueden ser un buen símbolo de todos nuestros males, personales y comunitarios. También ahora, como en su vida terrena, la fama de Jesús sigue, él nos quiere atender y llenarnos de su fuerza y su esperanza.
También por nuestras vidas circula esa fama de Jesús. También en nuestras comunidades Jesús pronuncia su palabra, y con frecuencia la meditamos y la dejamos resonar en nuestros corazones, pero también con frecuencia la dejamos resonar como un eco que no modifica nuestra historia. Nuestra sociedad ha escuchado la palabra de Jesús, su fama abarca muchos lugares, pero las venas siguen abiertas, y el flujo de sangre no se ha detenido, el mundo actual parece muerto, o quizás dormido. Esa palabra que Jesús pronuncia es la palabra del Reino, palabra capaz de lo que parece imposible. Abramos nuestro corazón a la gracia, acerquémonos a Jesús como aquel jefe de la sinagoga y como la mujer enferma y hagámoslo de la mano de María, así estaremos más que seguros de ser escuchados. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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