Así, a la luz de esta parábola podemos hacernos unas preguntas: ¿Soy un buen sembrador?, ¿tengo fe en la fuerza interior de la semilla que siembro, que es la Palabra de Dios, ¿tengo confianza en que, a pesar de todo, Dios hará que la semilla dé fruto? Dios es generoso en su siembra, él es generoso y universal. También los alejados y los que son víctimas de la secularización creciente de nuestra sociedad, y los que no han recibido formación religiosa, son hijos de Dios y están destinados a la salvación y a través de nuestra siembra puede llegar al corazón de todos. Por eso la parábola de hoy es una llamada a la esperanza y a la confianza en Dios. Porque la iniciativa la tiene siempre él, y él es quien hace fructificar nuestros esfuerzos... pero, si yo no siembro. Hay que sembrar sin tacañería y sin desanimarse fácilmente por la aparente falta de frutos.
Cada tipo de tierra recibe la semilla, la acoge en su seno y la hace crecer según sus propias posibilidades. Hay tierras mejores y peores. No se le puede pedir a la tierra mala que dé una buena cosecha si no se abona y ese, es también trabajo del sembrador, aunque la parábola no lo diga, eso ya lo sabe el sembrador. Lo mismo pasa con la Palabra de Dios. Los seres humanos no somos todos iguales y por eso el sembrador, el discípulo–misionero, deberá conocer y preparar bien la tierra en donde sembrará. No estamos cortados por el mismo patrón. Entre nosotros hay muchas diferencias: cultura, educación, inteligencia... la tierra es diferente, y tan diferente... En todos, de una forma o de otra, la semilla de la Palabra puede caer y dar fruto. Que María nos ayude a sembrar con dedicación. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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