Marta muestra su pena e insinúa un reproche a Jesús; podía haberse evitado el dolor de la muerte. Piensa que Jesús debería haber venido a Betania para impedir la muerte de su hermano; cree que esta muerte ha interrumpido la vida de Lázaro. Esperaba una curación, sin darse cuenta de que la vida que Jesús les ha comunicado ha curado ya el mal radical del hombre: su esclavitud a la muerte. Marta sabe dos cosas, ambas por debajo del nivel de fe propio del discípulo. En primer lugar, ve en Jesús un mediador infalible ante Dios. No comprende que Jesús y el Padre son uno y que las obras de Jesús son las del Padre. Espera una intervención milagrosa de Jesús, como la del profeta Eliseo, que había resucitado a un muerto (2Re 4,18-37). Jesús responde a Marta restituyéndole la esperanza: la muerte de su hermano no es definitiva. Contra lo que ella habría deseado, no le dice «yo resucitaré a tu hermano», sino simplemente tu hermano resucitará. No atribuye la resurrección a una nueva acción suya personal, pues la resurrección no es más que la persistencia de la vida definitiva comunicada con el Espíritu.
Es que Jesús no viene a prolongar la vida física que el hombre posee, suprimiendo o retrasando indefinidamente la muerte; no es un médico ni un taumaturgo; viene a comunicar la vida que él mismo posee y de la que dispone. Esa vida es su mismo Espíritu, la presencia suya y del Padre en el que lo acepta y se atiene a su mensaje; y esa vida despoja a la muerte de su carácter de extinción. Marta se había imaginado una resurrección lejana. Jesús, en cambio, se identifica él mismo con la resurrección, que ya no está relegada a un futuro, porque él, que es la vida, está presente. Yo creo que bien podemos quedarnos hoy con las palabras de Marta, que prorrumpe en una confesión de fe que aún hoy, veinte siglos después, expresa perfectamente la fe de la Iglesia y meditarlas con ayuda de María Santísima la Madre de Jesús: «Sí, Señor. Creo firmemente que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo». ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!
Padre Alfredo.
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