Efectivamente, los judíos esperaban un Mesías poderoso que viniera con gran poder a derrocar a los romanos, uno que viniera a restaurar el auténtico culto del templo e iniciara un Reino eterno. Jesús con su testimonio se opone a estas expectativas. Su acción es más bien humilde: él busca a marginados, a los pecadores, a los enfermos y a los gentiles. El centro de su enseñanza y oración es el camino, la casa del amigo y las plazas donde se reúne el pueblo. Su Reino no esta fundado ni en la mentalidad ni en la estructura de los imperios opresores. Por esto, la vida y obra de Jesús no inspiraba confianza a sus paisanos. Jesús nos muestra con su existencia que el encuentro con Dios se puede producir —y de hecho se produce— en las condiciones de nuestra vida ordinaria y a través de quien menos podemos imaginar. Todo hermano puede ser un profeta para el hermano.
Nosotros somos discípulos–misioneros de este Mesías que fue rechazado por los suyos, así que seguimos sus mismos pasos y a pesar de que muchas veces la gente que nos conozca nos rechace, no podemos cerrarnos al anuncio y testimonio del Evangelio. El Señor ha encendido en nosotros la Luz de su amor, de su misericordia y de su gracia, y no podemos querer ocultarla cobardemente bajo nuestros miedos y temores, pues no hemos recibido un espíritu de cobardía, sino al Espíritu de Dios que amándonos a todos, quiere que todos nos salvemos y lleguemos al pleno conocimiento de la Verdad (cf. 1 Tim 2,4). Quienes nos reconocemos pecadores acudimos al Señor para recibir de él su perdón. Sólo quien se ha sentido comprendido, amado y perdonado por Dios puede convertirse en testigo de él en el mundo. Roguémosle al Señor, por intercesión de María Santísima, que nos conceda la gracia de ser portadores de su amor y de su gracia buscando el bien de todos como el Señor lo ha hecho para con todos. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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