San Juan, en el evangelio de hoy, nos sigue hablando de esos momentos de agitación y angustia que vivió Cristo casi al final de su vida y que se dejan sentir también a su alrededor (Jn 12,20-33). Aquí aparece hoy Cristo pidiendo al Padre con una oración instintiva que le libre de la muerte. Y la carta a los Hebreos añade datos que los evangelistas no habían nombrado ni siquiera en la crisis del Huerto: esta petición la hizo Jesús con poderoso clamor y lágrimas (Heb 5,7-9). Sólo puede parecer inesperada esta experiencia de Jesús para los que no han entendido la profundidad de su comunión con nosotros y de su solidaridad con el hombre. En él tenemos un mediador, un Pontífice que no está por encima de nuestra historia, sino que sabe comprender nuestros peores momentos, porque los ha experimentado en su propia carne. Pero no es ése el aspecto definitivo. El Evangelio nos habla de la fecundidad de ese dolor. El grano de trigo, al morir, da fruto. La obediencia de Cristo fue total, hasta la muerte en Cruz para alcanzar la Pascua.
Pascua significa lucha y victoria contra el pecado y el mal. Como Cristo pasa a nueva existencia, nosotros estamos comprometidos en una lucha contra el «hombre viejo» e invitados a pasar a la Nueva Alianza, renunciando al mal: «Está llegando el juicio de este mundo; ya va a ser arrojado el príncipe de este mundo», «y atraeré a todos hacia mí». La conciencia de pecado la tenemos, pero en la Pascua se nos proclama la victoria de Cristo contra todo mal. El programa de Pascua, a la que ya nos vamos acercando, debe ser de interiorización de la Alianza. No hay Pascua sin Cruz. Por eso quizá la frase fundamental del Evangelio de este día sea esta: «Si el grano de trigo sembrado en la tierra no muere, queda infecundo; pero si muere, producirá mucho fruto». Es decir, para dar fruto —para comunicar vida, amor y esperanza— es preciso no suprimir la lucha, el esfuerzo y el sacrificio. Aunque parezca un camino de muerte es en realidad un camino de vida. Preguntémonos cuándo nos hemos sentido más satisfechos en lo más hondo de nuestra alma: ¿cuándo hemos buscado por encima de todo nuestro bienestar, nuestro provecho, la satisfacción de nuestro egoísmo, o cuando hemos sabido —por gracia de Dios— ayudar a los demás, compartir nuestra vida..., dicho sencillamente: cuando hemos sabido amar? Aunque ello nos haya ocasionado esfuerzo, dolor, algo de "muerte" para nuestro egoísmo, para nuestro orgullo. Ese es el camino de Jesús, ese debe ser nuestro camino.
La vida de Cristo sigue atrayéndonos, porque es una vida totalmente entregada al Padre y a los hermanos. ¿Quién es capaz de amar y de entregarse de este modo, hasta este extremo? Si queremos ser buenos discípulos suyos, ¿seremos capaces de seguirle en la entrega de toda nuestra vida? ¡Qué profundas son sus palabras: «El que se ama a sí mismo, se pierde; el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se asegura para la vida eterna»! ¿Sabremos captar todo el dinamismo de amor que pueden y que deben engendrar en nosotros? Estos días que nos quedan de la Cuaresma para llegar a la Pascua, deben ser, como digo, de una profunda interiorización. Morir para dar fruto, perder para ganar, escoger lo que es débil para confundir lo que es fuerte, sufrir con constancia y esperanza, para vencer el orgullo y la altivez, morir para resucitar... La fe en el triunfo de Cristo, la celebración ilusionada de la Pascua, nos ayudará a descubrir, cuando llegue nuestra hora, ese otro lado glorioso de la Cruz: el que da la vida. Y se nos encenderá la esperanza para seguir adelante. Bajo la mirada dulce de María, que estuvo al pie de la Cruz y captó la totalidad de este misterio, sigamos avanzando hacia el día de la Pascua. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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