Eliseo, atizado por el fuego sagrado de la gloria del Dios de Israel «—Señor de todos los señores y más grande que todos los dioses—, sale a escena porque sus conciudadanos y gobernantes, asustados de que un extranjero pida signos de la presencia de Yahvé, no se acuerdan de que en Israel siempre hay profetas de Dios. Jesús, ocho siglos más tarde, lamenta la desconfianza e incredulidad de sus paisanos, familiares y amigos, y les amonesta porque, a pesar de las experiencias vividas en Israel, siguen sin aceptar los mensajes que santos profetas y amigos de Dios siguen presentando. Ningún profeta es bien recibido en su tierra. Jesús es maestro, profeta, hermano y amigo. Dice siempre la verdad. Y a veces la proclama con dolor. Así acontece, por ejemplo, cuando habla de la salvación a los compañeros de su pueblo, Nazaret, y estos se niegan a escucharle y le desprecian, porque lo ven como a pobre hijo del carpintero. No tienen disposición interior adecuada, limpia, abierta a los valores de los demás. Los habitantes de Nazareth esperaban que sus profetas y jefes, si surgían, fueran de realeza, espectaculares. Y Jesús, que de realezas y vanidades no quiere saber nada, tiene que recordarles la vieja escena de Eliseo y Naamán. Luego, un tanto triste, porque siempre ama a los suyos, Jesús se marcha con su mensaje a otra parte, a donde no le conozcan por su familia, trabajo e infancia, sino por el mensaje de salvación.
Los hombres de Nazaret únicamente querían que su conciudadano Jesús realizara los milagros que había hecho en Cafarnaúm. Nosotros sabemos que no podemos buscar a Cristo para servirnos de Él a nuestro antojo. De Él lo esperamos todo y de modo especial la salvación, pero hemos de colaborar, con gran fe y amor generoso, en correspondencia al que Él nos tiene. Corramos hacia el gran profeta, hacia Cristo, pues estamos enfermos del alma y necesitamos una curación que sólo Cristo nos puede dar. Lo que hoy, en este camino de Cuaresma, encontramos en Cristo y en su Iglesia es solamente el comienzo de nuestra salvación, cuya plenitud nos aguarda en la otra vida, en la verdadera Pascua. Y así como el pueblo escogido perdió la salvación, por no creer en Cristo, también a nosotros nos puede ocurrir los mismo. Sólo la fe, la sumisión a Cristo y a su Iglesia nos pueden salvar. Dejemos, bajo la mirada y protección de María, que la provocación del Señor nos ponga con un oído disponible al proyecto de Dios que es un proyecto que mira el bien y la vida de otros, ¡aunque sean paganos! Y dispongámonos a dejar que sea Jesús el que nos enseñe el camino. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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