Estos últimos días de la Cuaresma, se nos invita a mirar a Cristo en la cruz con creciente intensidad y emoción, igual que en el Triduo Pascual. Pero hay que mirarle no con curiosidad, sino con fe, sabiendo interpretar el «Yo Soy» que nos ha repetido tantas veces en su Evangelio. A nosotros no nos escandaliza, como a sus contemporáneos, que él afirme su divinidad. Precisamente por eso le seguimos. Por eso fijamos nuestros ojos en ese Jesús que Dios ha enviado a nuestra historia hace más de dos mil años, y que es el que da sentido a nuestra existencia y nos salva de nuestros males. Creemos firmemente que, si miramos con fe al Cristo de la cruz, al Cristo pascual, en él tenemos la curación de todos nuestros males y la fuerza para todas las luchas. Sobre todo nosotros, a quienes él mismo se nos da como alimento en la Eucaristía, el sacramento en el que participamos de su victoria contra el mal.
El Nuevo Testamento nos recuerda que pensar a un Dios crucificado era un escándalo para los judíos y una locura para los gentiles» (1 Cor 1,23). Sin embargo, Jesús probará la bondad de su causa, precisamente desde la muerte, ya que ella estaba cargada de amor por el hermano. En realidad, no es la muerte en sí misma la que nos acerca correctamente a Jesús. Es la causa de la misma, correctamente entendida, asimilada, vivida, la que nos identifica con él. Los judíos que ajusticiaron a Jesús estuvieron al pie de su cruz para burlarse de él. Pero no estuvieron con él en el contenido de su cruz. Jesús sabía que no aceptarán nunca seguir a un Mesías crucificad; esto los obligaría a renunciar a su posición e ideales. Los dirigentes se sienten intrigados, pero no ya inquietos. No comprenden que se pueda dar la vida por amor. Nosotros sí que lo entendemos, y por eso seguimos en nuestro camino cuaresmal hacia la Pascua de la mano de María, agradeciendo que Jesús subió a la cruz, dando un signo de ofrenda total. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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