Es curioso que el rico del que habla Jesús y del que desconocemos el nombre, solamente se dice que era un epulón —es decir que comía mucho y pensaba sólo en él— no era alguien de quien se diga que fuera injusto, ni que robara. Sencillamente, era alguien que estaba demasiado lleno de sus riquezas e ignoraba la existencia de Lázaro que yacía a la puerta de su mansión y de muchos más para los que no tenía ojos. Este hombre es condenado porque era insolidario y además no se dio cuenta de que en la vida hay otros valores más importantes que los que él apreciaba. Él puso su confianza en sus riquezas y falló. En el momento de la verdad no le sirvieron de nada. Por otra parte el pobre Lázaro no tuvo esas ventajas en vida. Pero se ve que sí había confiado en Dios y eso le llevó a la felicidad definitiva. No es que Jesús condene la riqueza. Pero ésta no es la finalidad de la vida, aunque el mundo seduzca siempre con ello. Además, la riqueza está hecha para compartirla. No podemos poner nuestra confianza en este valor y sus derivados que el mundo ensalza. No son «los últimos». Más bien a veces nos cierran el corazón y no nos dejan ver la necesidad de los demás. Y cuando nos damos cuenta ya es tarde.
Estamos en Cuaresma, tiempo privilegiado de conversión y por lo tanto, de revisión. ¿Estamos apegados a «cosas»? ¿tenemos tal instinto de posesión que nos cierra las entrañas y nos impide compartirlas con los demás? Y en nuestro caso no se trata sólo de riqueza económica. Tenemos otros dones, tal vez en abundancia, que otros no tienen, de orden espiritual o cultural: ¿somos capaces de comunicarlos a otros? En medio de esta pandemia hay situaciones cercanas y domésticas, en nuestra misma familia o comunidad, que piden que seamos más generosos con los demás. Hay muchos Lázaros a la puerta de nuestro corazón. A lo mejor no necesitan dinero, sino atención y cariño. ¿Qué nos dice hoy a nosotros el Señor por medio de esta parábola? Pidámosle a la Santísima Virgen María que interceda por nosotros, que ella, que supo vivir pobre, desprendida y generosa, nos ayude a ser «pan partido» como Cristo y que ninguna riqueza —material, intelectual, espiritual— cierre nuestro corazón. Que nos conservemos abiertos, disponibles... pobres. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!
Padre Alfredo.
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