Los que crean en Jesús y le acepten como el enviado de Dios, son los que tendrán vida. Los que no, ellos mismos se van a ver excluidos. El regalo que Dios ha hecho a la humanidad en su Hijo es, a la vez, don y juicio. En nuestro camino cuaresmal, no podemos olvidar que vamos hacia la Pascua con Cristo. Él es el que da la vida. Prepararnos a celebrar la Pascua es decidirnos a incorporar nuestra existencia a la de Cristo y, por tanto, dejar que su Espíritu nos comunique la vida en plenitud. Si esto es así, ¿por qué seguimos lánguidos, débiles y aletargados? Si nos unimos a él como discípulos–misioneros, ya no estaremos enfermos espiritualmente. Más aun, también nosotros podremos «obrar» como él y comunicar a otros su vida y su esperanza, y curaremos enfermos y resucitaremos a los desanimados. Pascua es vida y resurrección y primavera. Para Cristo y para nosotros. ¿Seremos nosotros de esos que «están en el sepulcro y oirán su voz y saldrán a una resurrección de vida»? Cristo no quiere que celebremos la Pascua sólo como una conmemoración, sino como renovación sacramental, para cada uno y para toda la comunidad, de su acontecimiento de hace dos mil años, que no ha terminado todavía.
Por todo esto que Cristo decía, los judíos sentían ganas de acabar con Él, lo veían como un blasfemo y un enemigo del cielo. Y razones no les faltaban, no sólo abolía el sábado sino que también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios. Ante un público nada entregado, Jesús tomaba la palabra y hablaba de esa relación vital que le unía a Dios y que tanto les escandalizaba. Él se daba a conocer: el poder de dar la vida lo recibí del Padre. «El Hijo no puede hacer sino lo que ve hacer al Padre». El hacer del Padre nos hace ver que Dios no para. Se ha volcado, se vuelca y se seguirá volcando con su pueblo, como con el Hijo de sus entrañas. Por eso debemos sabernos amados como hijos de Dios para vivir como auténticos hermanos. Jesús, a nosotros que nos sabemos y nos sentimos amados por Él y por su Padre, nos ha dejado su palabra y nos dice hoy: «el que escucha mi palabra y cree en el que me envió, tiene vida eterna». Con esto nos manifiesta que la fuente de la vida es su palabra por ininteligible que pudiera parecer o por difícil que fuera el vivir de acuerdo a ella. En definitiva, si queremos tener una vida llena de paz, de alegría y de gozo en el Espíritu, no tenemos ninguna otra opción que vivir de acuerdo a la voluntad de Dios expresada en Cristo que hace siempre lo que el Padre dispone. Con María, que es la primera que cumple la voluntad del Padre, sigamos escuchando la palabra de Jesús, que será siempre el querer del Padre. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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