jueves, 25 de marzo de 2021

«La Anunciación del Señor»... Un pequeño pensamiento para hoy

Celebramos hoy la solemnidad de la Anunciación del Señor, por eso hacemos un espacio entre la Cuaresma para celebrar este acontecimiento imprescindible en nuestra vida de fe. El Evangelio de esta fiesta nos relata el momento de la anunciación (Lc 1,26-38). Dios, con el anuncio del ángel Gabriel y la aceptación de María de la expresa voluntad divina de encarnarse en sus entrañas, asume la naturaleza humana para elevarnos como hijos de Dios y hacernos así partícipes de su naturaleza divina. El misterio de fe es tan grande que María, ante este anuncio, se queda sorprendida y Gabriel le dice: «No temas, María» (Lc 1,30). El Todopoderoso la miró con predilección, la escogió como Madre del Salvador del mundo. Las iniciativas divinas rompen así los débiles razonamientos humanos. El Señor miró a María viendo la pequeñez de su esclava y obrando en Ella la más grande maravilla de la historia: la Encarnación del Verbo eterno como Cabeza de una renovada Humanidad. 

Jesús es el centro de esta fiesta, y su Madre es el instrumento fiel para la realización del plan de Dios, por eso la reconocemos como la «llena de gracia». Pero Dios sigue derramando su gracia en su pueblo para que seamos fieles a su proyecto —su reino—, y tengamos la capacidad de llevarlo adelante procurando que Jesús sea el Señor, que seamos capaces de ser hermanos y que no temamos ante el desafío porque el Espíritu de Dios nos acompaña. El Hijo de Dios se ha hecho carne, en el seno de María Virgen, por obra del Espíritu Santo. Dios viene, no sólo a visitar a su Pueblo; viene a redimirlo de su pecado y a elevarlo a la misma dignidad del Hijo de Dios. La obra de salvación en nosotros es la obra de Dios y no la obra del hombre. A nosotros sólo corresponde el decir, junto con María: «Hágase en mí según tu Palabra». Nosotros hemos de definir nuestra vida desde nuestra relación con Dios: sus siervos; aquellos que están dispuestos a hacer en todo la voluntad del Señor. Por eso debemos procurar caminar en la fidelidad a la voluntad de Dios como María. No podemos decir sólo con los labios: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. Nuestra vida toda debe manifestar nuestra fidelidad al Señor. Sólo entonces podrá, realmente, tomar cuerpo en nuestra propia vida, en la vida de la Iglesia, el Verbo eterno para continuar, por medio nuestro, su obra salvadora en el mundo y su historia.

La respuesta de María en esta hora decisiva de la anunciación resulta ejemplar para todos nosotros y no la podemos olvidar: «Hágase en mí según tu palabra». Ella acepta, aunque no vea ni comprenda. Por eso, lo más extraordinario de María, en la hora de la Anunciación, es su fe y es esa fe que todos debemos tener para que Cristo nazca cada día y para que todos le conozcan y le amen. María es la primera creyente de la Iglesia: La Madre de todos los creyentes, como la llaman los Padres de la Iglesia. Ella es modelo de nuestra fe, no sólo en la hora de la Anunciación, sino también en toda su vida. El relato evangélico nos dice que el ángel se retiró y Ella quedó sola, sola con su gran misterio, sin posibilidad de explicárselo a nadie. Y allí se inició su profundo camino de fe. Desde ese mismo momento comenzó a ser la Madre Dolorosa, como la contemplamos en este tiempo de Cuaresma y en la Semana Santa. Recordemos su situación difícil frente a San José, el nacimiento en la miseria, la matanza de los inocentes, la fuga a Egipto, hasta la muerte de su Hijo en la cruz. Ésta y no otra es también nuestra suerte, si queremos ser cristianos auténticos. La fe no es un seguro cómodo de la vida, sino es un salto en el vacío, un camino de lucha continua, que incluye también la cruz. Pero tenemos en María una Madre que nos precedió en este camino y que nos acompaña, de nuevo, con su ayuda, su estímulo y su consuelo. Y al final de nuestra vida, Ella nos espera para llevarnos a la Casa del Padre, para siempre. Sigamos caminando hacia la Pascua. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico, fiesta de la Anunciación a María!

Padre Alfredo.

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