Estamos en Cuaresma, y la Cuaresma nos prepara a la Pascua, y no hemos de tener miedo a escuchar por el camino palabras fuertes de Jesús, palabras que ponen al descubierto las miserias de nuestro corazón, porque lo que el Señor anda buscando no es dejarnos en ridículo, ni destruirnos, sino que reconozcamos nuestro pecado, cambiemos de vida, trabajemos por el Reino y alcancemos la paz que buscamos. Jesús alza su mano y su palabra contra el mercado del templo. Arroja fuera de los atrios a los cambistas y a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas para los sacrificios. Pero su gesto y su palabra: «No convirtan en un mercado la casa de mi Padre», es algo más que una limpieza o purificación del templo y se dirige en última instancia contra los sumos sacerdotes. Jesús está convencido de que «ha llegado la hora en que ni en Garizim ni en Jerusalén adorarán al Padre». Porque es preciso adorarlo «en espíritu y en verdad». Porque «Dios es Espíritu», porque es más que el templo y no cabe en ningún templo: como no cabe tampoco la auténtica piedad en los sacrificios, ni se mide por el número de sacrificios que podamos hacer en esta Cuaresma.
Dios se manifiesta dondequiera los hombres se abren infinitamente, sin reservas, a su palabra y la cumplen; o donde dos o más se reúnen en nombre de Jesús, esto es, en la misión de Jesús, que ha venido a cumplir la voluntad del Padre. Lo que Jesús quiere no es sólo la purificación del templo sino la pureza de la religión. Lo que quiere es que los hombres se encuentren con el Padre —«Padre nuestro», nos ha enseñado a decir— sin intermediarios o traficantes de cualquier clase. Eso es lo que quiere, y por eso anuncia la destrucción de un templo hecho por manos de hombres y su sustitución por otro levantado por la fuerza de Dios. En Cuaresma, miramos hacia delante, a la Cruz de Cristo. Miramos a la Pascua. Y vemos en ella la razón de ser de nuestra vida y de nuestra identidad como discípulos–misioneros que ven mucho más allá del templo material y velan por hacer comunidad, la comunidad de creyentes que adoran al Padre en espíritu y en verdad. Sólo el encuentro con Jesús crucificado y resucitado lleva al conocimiento y adoración del Dios Padre como el mismo Cristo quiere. Pidámosle a María Santísima que nos ayude a comprender mejor y vivir más esta enseñanza del Señor durante este tiempo de Cuaresma preparándonos para la gran fiesta de libertad que es la Pascua. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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