sábado, 13 de marzo de 2021

«El fariseo y el publicano»... Un pequeño pensamiento para hoy


Lo que Dios espera de nosotros es que le amemos, hemos dicho en estos días. Un amor que transforme todos los actos de nuestras vidas, incluidos los ritos y las ceremonias, pero sobre todo nuestros actos ordinarios. De ningún modo, por sí solos, los ritos y las ceremonias nos harán ser agradables a Dios. En el Evangelio de hoy (Lc 18,9-14), Jesús nos pide que nos situemos «en verdad» delante de Dios. El relato nos presenta la postura del fariseo y el publicano en el templo. El fariseo orgulloso cree pasarse de listo al multiplicar los gestos exteriores... Si bien desde el Antiguo Testamento ellos sabían que lo que Dios quiere no es lo exterior, sino lo que hay en el interior del corazón. «Yo quiero amor y no sacrificios, conocimiento de Dios, más que holocaustos» dice el profeta Oseas (Os 6,6). El fariseo se cree salvado porque cumple una retahíla de prescripciones, y el pecador humildemente espera su salvación por iniciativa de Dios. Es éste, el pecador, quien encuentra el camino hacia Dios, porque no es por el cumplimiento de ritos vacíos que se alcanza la salvación, sino por el amor.

Jesús no compara en la escena a un pecador con un justo, sino un pecador humilde con un justo satisfecho de sí mismo. El fariseo es buena persona, cumple como el primero, no roba ni mata, ayuna cuando toca hacerlo y paga lo que hay que pagar. Pero no ama a los demás. No sale de sí mismo, está lleno de su propia bondad. Jesús dice que éste no sale del templo perdonado. Mientras que el publicano, que es pecador, pero se presenta humildemente como tal ante el Señor, sí es atendido. El que se enaltece a sí mismo, será humillado. El que se humilla, será enaltecido por Dios. San Lucas nos dice que Jesús «dijo esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás». Nos viene muy bien escuchar este relato en Cuaresma porque podemos caer en la tentación de ofrecer a Dios únicamente actos externos de Cuaresma: el ayuno, la oración, la limosna. Y no darnos cuenta de que lo principal que se nos pide es algo interior: por ejemplo, la misericordia, el amor a los demás. ¿Cuántas veces nos lo ha recordado la palabra de Dios estos días?

Esta escena, que solamente San Lucas nos narra, contrapone la oración arrogante del fariseo a la sencilla y confiada del publicano. Jesús se dirige a los discípulos, algunos de los cuales comparten la mentalidad farisaica (cf. Lc 16,15). El fariseo, satisfecho de su condición de hombre pretendidamente «justo», no pide nada a Dios. Su acción de gracias está vacía de contenido, es un monólogo de autocomplacencia. Casi como diciendo que es Dios quien le tendría que estar agradecido por su fidelidad de hombre observante. Forma una casta aparte: «no soy como los demás hombres» (Lc 18,11) y juzga severamente el comportamiento del publicano. Cumple con sus obligaciones religiosas (Lc 18,12), sin ninguna clase de compromiso con el prójimo. Su figura contrasta con la figura del publicano: su oración es una petición, reconociendo su condición de pecador (Lc 18,13). Su petición confiada obtendrá la misericordia de Dios, mientras que la acción de gracias arrogante del fariseo, que cree que se lo merece todo por sus obras, será rechazada (Lc 18,14). San Lucas contrasta la figura del creyente seguro de sí mismo con la del marginado, religiosamente hablando, que confía en el amor misericordioso de Dios. En medio hay un amplio abanico de opciones. ¿Hacia qué polo nos orientamos? Que la Santísima Virgen siempre humilde y sencilla, que se supo pequeña y necesitada de Dios nos ayude a seguir avanzando en el camino cuaresmal como es debido. ¡Bendecido sábado!

Padre Alfredo.

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