En la Palestina de la época de Jesús, había sinagogas o «Casas de oración» no sólo en las grandes ciudades, sino incluso en los pueblos y en las aldeas más pequeños. Los israelitas acudían allí para la oración y para la lectura y la explicación de la ley. No sólo los escribas y los ancianos, sino cualquiera de los participantes, podían ser invitados por el presidente a dirigir la palabra a los demás. Por otra parte, cualquier israelita podía pedir la palabra para intervenir. Es precisamente en una sinagoga, en la de Cafarnaúm, donde Jesús toma la palabra para enseñar. Y es también en la sinagoga donde, según el Evangelio de este domingo, Jesús libera a un hombre poseído del espíritu inmundo (Mc 1, 21-28). Allí la gente quedó asombrada de las palabras de Jesús, pues «enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas», que quizá repetían los mismos discursos aprendidos. Inmediatamente, el evangelista nos cuenta que había allí en aquella reunión, un hombre poseído por un espíritu inmundo que sabía que Jesús era «el Santo de Dios». Esto es interesante, porque vemos que no basta con saber quién es Jesús, eso, como vemos en el relato, hasta los demonios lo saben.
En tiempos de Jesús estaba extendida la opinión de que los demonios estaban en el origen de cualquier enfermedad, especialmente de las diversas enfermedades mentales, cuyas manifestaciones hacían pensar que el enfermo no era ya dueño de sí mismo. No es extraño entonces que los evangelios hablen según la mentalidad de su tiempo y que el mismo Jesús, en su parte, se haya querido acomodar a ella. No debemos pretender de estas narraciones un diagnóstico médico ni una declaración especulativa sobre la naturaleza de los demonios. Los relatos, como el de hoy, reflejan más bien la lectura «teológica» que un hombre de la época —ante ciertos casos especialmente preocupantes— hacía de los hechos, llegando a la raíz de la situación, allí donde se descubre la huella del enemigo de Dios y del destructor del hombre. Es una lectura teológica que nace de un convencimiento que el evangelio parece imponer: el mal no viene solamente del hombre; detrás de sus diversas manifestaciones está el enemigo por excelencia, el destructor de la creación. El hombre bíblico es de la opinión que las cuentas sobre el mundo y sobre la historia no salen bien si sumamos solamente las fuerzas de la naturaleza, las del hombre y las de Dios; está además la fuerza del maligno que no se puede negar. Satanás existe y hace su tarea.
En aquel pobre hombre Jesús lee el signo de la presencia del adversario, del que divide, o sea, de aquel que impide el plan de Dios y que tiene la tarea de destruir al hombre, de aquel que se apropia de un poseído de Dios, de una propiedad de Dios, de una criatura de Dios. A este adversario el evangelista lo llama «espíritu inmundo», cosa que significa todo lo que no es apto para la más mínima relación con Dios, que es «puro» y «santo». Por eso es absolutamente necesario que el espíritu inmundo sea expulsado para que el hombre deje de ser un prisionero, un poseído, un alienado, y pueda encontrar la armonía y la unidad perdidas. Jesús descubre esta situación de posesión y se enfrenta a ella con autoridad. El proyecto de Jesús es todo lo contrario de un hombre poseído. Por eso el diablo se rebela contra Jesús: «¿Qué quieres de nosotros? ¿Has venido a acabar con nosotros?» En Cristo hay alguien que libra nuestro corazón y nuestra vida librándonos del poder del enemigo. Sólo liberándose del dominio de los espíritus inmundos podrá el hombre aceptar plenamente el mensaje de Jesús; sólo así podrá el hombre conquistar su libertad; sólo así podrá el hombre colaborar en la liberación de toda la humanidad. Por eso coloca san Marcos este episodio al principio de su Evangelio. ¡Cuidado, por tanto, con los demonios, que todavía pueden andar sueltos! Que María Santísima interceda por nosotros para que estemos siempre bien despiertos. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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