Para Dios lo más importante es el hombre, el bien del hombre. Y éste es verdaderamente el punto más nuevo del razonamiento de Jesús. «La gloria de Dios es el hombre viviente» dirá san Ireneo. Para los judíos, ya lo hemos venido diciendo, el sábado era un día importantísimo para cumplir la ley a rajatabla y entre las cosas que no se podían hacer estaba el curar. En el pasaje de hoy (Mc 3,1-6) los fariseos están espiando a Jesús para ver si cura en sábado y él ciertamente lo hace devolviéndole la salud a un hombre tullido. Ante esto vienen unas peguntas que hay que hacerse y que los fariseos no se hacían: ¿Es la ley el valor supremo? ¿o lo es el bien del hombre y la gloria de Dios? En su lucha contra la mentalidad legalista de los fariseos, ayer nos decía Jesús que «el sábado es para el hombre» y no al revés. Hoy aplica el principio a este caso concreto, contra la interpretación que hacían algunos, más preocupados por una ley minuciosa y exagerada que del bien de las personas, sobre todo de aquellos que sufren. Es curioso que por no comprender bien la ley, había tantas injusticias en aquel mundo como sucede hoy, que, por no entender la ley o por hacerla extremista, muchas veces se lleva de encuentro a la caridad.
Ciertamente que todos hemos de reconocer que la ley es un valor y una necesidad. ¿Qué haríamos en muchos momentos si no existieran leyes como por ejemplo los semáforos en las leyes de tránsito? Pero detrás de cada ley hay una intención que debe respirar amor y respeto al hombre concreto. Es interesante que el Código de Derecho Canónico, el libro que señala las normas para la vida de la Iglesia, en su último número (1752), afirme que se haga todo «teniendo en cuenta la salvación de las almas, que debe ser siempre la ley suprema en la Iglesia». Estas son las últimas palabras de nuestro Código. Detrás de la letra está el espíritu, y el espíritu debe prevalecer sobre la letra. La ley suprema de la Iglesia de Cristo son las personas, la salvación de las personas. El encuentro de aquel hombre con Jesús le cambió la vida: recibe la orden de ponerse en medio y Jesús, resuelto a romper ese círculo de legalismo ciego que hace que el sábado pese sobre los pobres y los humildes le devuelve la salud con gozo. Aquel hombre del brazo paralizado quedó sanado por Jesús, que juzgó severamente la dureza de sus contrincantes, incluso, dice el evangelista, que los miró con ira. Y que éstos resolvieron matarlo.
Al anunciar el Reino, Jesús se da cuenta de que el primer enemigo de este Reino es la ley llevada a la exageración como hacían los fariseos, que es tenida como valor supremo, incuestionable, absoluto, que como oprime tanto al hombre termina por destruirlo. Mientras que el Reino propone la reconstrucción del ser humano, desde dentro y desde fuera. En los evangelios se ve simbólicamente que esta reconstrucción va sucediendo gradualmente: una vez en la vista, otra en sus manos o en sus acciones, y del todo cuando resucita a alguien, etc. Para Jesús «dejar de hacer el bien» el sábado, negando una curación a un pobre que la necesita, es pecar. Así, la dinámica del Reino también para nosotros es exigente: si no reconstruimos, estamos colaborando a la destrucción. Los que seguimos la dinámica de este Reino que Jesús anuncia, no podemos entrar en la misma dinámica exagerada de la ley. El Reino exige que se trabaje por la reconstrucción del ser humano, individual y social. Y con su testimonio Jesús nos hace entender que la despreocupación por las personas, como ocurre siempre en todo legalismo, es pecado. Ese pecado, que es el egoísmo, que engendra todas las otras acciones pecaminosas, es lo que Jesús viene a destruir y nos lo deja claro hoy. Pidamos a María, la mujer del «sí» incondicional que interceda por nosotros. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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