Cuando en nuestra vida hay una fuerza interior —el amor, la esperanza, la ilusión, el interés—, la eficacia del trabajo crece notablemente. Y cuando esa fuerza interior es el amor que Dios nos tiene, o su Espíritu, o la gracia salvadora de Cristo Resucitado, entonces el Reino germina y crece poderosamente. Nosotros lo que debemos hacer es colaborar con nuestra libertad, sin olvidarnos de que el protagonista es Dios. El Reino crece desde dentro, por la energía del Espíritu. No es que seamos invitados a no hacer nada, pero sí a trabajar con la mirada puesta en Dios, sin impaciencia, sin exigir frutos a corto plazo, sin absolutizar nuestros méritos y sin demasiado miedo al fracaso. Cristo nos dijo: «Sin mí nada pueden hacer» (Jn 15,5). Sí, tenemos que trabajar. Pero nuestro trabajo no es lo principal, sino la confianza en Dios. Decía la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento: «La gratitud y la confianza han tomado asiento en mi corazón». (Ejercicios Espirituales de 1933). Confiamos porque el Reino de Dios ya está aquí, en proceso de construcción en medio de nosotros, ya crece como la semilla oculta en la tierra, como la casi microscópica semilla de mostaza. El Reino de Dios va creciendo en secreto en nuestro mundo, alimentado por el mismo Dios, que lo pone en el corazón de los creyentes que confían, como una semillita que, poco a poco, da abundantes cosechas de solidaridad y de servicio y que echa ramas en las que pueden cobijarse todos en este mundo.
En esta confianza que se debe tener, hay dos aspectos: el individual y el social. En la primera parábola de hoy, Jesús propone el aspecto individual: el hombre se realiza mediante un proceso interno de asimilación del mensaje, que culmina en la disposición a la entrega total. La siembra se hace en la tierra, indicando la universalidad (cf. Mc 2,10), y el que siembra debe respetar ese proceso interior sin que él sepa cómo. La cosecha significa el momento en que el individuo se integra plenamente en la comunidad, tanto en su fase terrestre como en su fase final (cf. Mc 13,27). En los versículos 30 al 32 viene la enseñanza social: A partir de mínimos comienzos ha de extenderse el Reino de Dios por todo el mundo, pero sin el esplendor ni magnificencia que son los emblemas del poder dominador. No hay continuidad con el pasado, la semilla es nueva. Tampoco se planta en un monte alto, sino en la tierra, indicando universalidad; el resultado será una realidad de apariencia modesta, pero que ofrecerá acogida a todo hombre que busca libertad. El Reino, por tanto, excluye la ambición de triunfo personal y de esplendor social. Que María interceda por nosotros para seamos capaces de construir el Reino en nuestro corazón y en la sociedad en la que vivimos. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario