El relato de la visita de los magos de oriente es uno de los más conocidos en la Escritura (Mt 2,1-12). El Mesías de Israel, nacido en la ciudad de David, llama a la fe, a la salvación, a gente de todos los pueblos. Estos magos son las primicias de todas las naciones llamadas a la fe. Ellos descubren un signo —la estrella—, siguen la llamada, a la que son obedientes sin desfallecer, se informan, buscan, preguntan. Finalmente, encuentran. Con una «inmensa alegría» descubren al niño, con María, su Madre. Cayendo de rodillas le adoran. Esa es la alegría de sabernos de algún modo —de un modo misterioso pero real e íntimo— en comunión con un Dios que nos ama y que, puesto que se encarnó, que se hizo uno de nosotros, comparte nuestro difícil y aventurado camino. Es también el símbolo del itinerario de fe que recorrieron quienes son vistos como los primeros entre los creyentes no israelitas y es el camino que cada hombre está llamado a recorrer. Cuando le encontramos, lo adoramos: es el reconocimiento: «Él es el Señor». Siempre en algún rincón de la tierra seguirá habiendo hombres y mujeres —los Magos, si queremos— que, captando los signos de los tiempos, seguirán la estrella y encontrarán finalmente a Jesús. Y siempre habrá cristianos que también querrán convertirse, con la gracia de Dios, en luz, en signos para los hombres del propio medio y de los confines de la tierra.
La fiesta de hoy nos muestra que el Hijo de Dios se quiere manifestar a gente de todas las naciones para llevar a cabo el plan universal de salvación del Padre. «Fiesta de la luz», denominaban los orientales a esta fiesta. La primera lectura nos lo pone de manifiesto (Is 60,1-6). Jerusalén está toda ella circundada de la gloria de Dios y se convierte en faro de todos los pueblos. Es la imagen de la Iglesia. La Iglesia no es la luz. La luz es Cristo, pero la luz de Cristo resplandece en el rostro de la Iglesia, y ella quiere iluminar a los hombres de toda raza y condición con la claridad de Cristo por la predicación del Evangelio. El creyente, el bautizado es un «iluminado» por la luz de Cristo; forma parte de la Iglesia y por eso ha de ser «epifanía», manifestación, luz que ilumina a todos los que no tienen fe. El discípulo–misionero de Cristo tiene que iluminar a los demás con la luz del Evangelio. Para que todos los hombres lleguen a vislumbrar la estrella, como los magos, para que todos los hombres caminen en la luz del Señor.
Cuando esta fiesta de la epifanía se popularizó, se implantó la costumbre de añadir las tres figuras de los magos a la cuna de navidad. Ellos llegaron a conquistar la fantasía popular. La leyenda les dio unos nombres: Melchor, Gaspar y Baltazar y los convirtió en reyes. Los grandes padres latinos, san Agustín, san León, san Gregorio y otros, se sintieron fascinados por esas tres figuras, pero no por sentir curiosidad por conocer quiénes eran o su lugar de procedencia, sino por determinar lo que ellos representaban, su función simbólica, la teología subyacente en el relato evangélico. En sus reflexiones sobre este pasaje de Mateo 2,1-12 llegaron a la misma conclusión: los sabios de Oriente representaban a las naciones del mundo. Ellos fueron los primeros frutos de las naciones gentiles que vinieron a rendir homenaje al Señor. Ellos simbolizan la vocación universal y misionera de todos los hombres a la única Iglesia de Cristo. Algún día, con toda certeza, todos los pueblos de la tierra levantarán la cabeza: verán, ellos también, que una estrella los llama. Y se pondrán en camino hacia la luz, hacia la libertad. Sabrán que ha sonado, por fin, la hora de la esperanza. Con María, José y los magos de Oriente vivamos esta fiesta. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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