El texto del Evangelio de hoy, que como digo, es muy breve, puede bien dividirse en dos partes, y es interesante por cierto lo que resulta. En la primera parte Jesús está en casa con los discípulos y muchísima gente lo busca. En la segunda parte sus parientes —literalmente: «los de él»— aseguran que está trastornado. Es interesante unir esas dos partes: si alguien convoca a tantos enfermos y aquejados de males es porque se entrega demasiado. Y entregarse demasiado... es una locura. Jesús cumple su Misión con una fidelidad amorosa a la voluntad de su Padre Dios. Él no busca el poder temporal ni el aplauso, pues su Reino no es de este mundo. Su entrega no es primero un sí y luego un no. Su compromiso es total y de un modo consciente, Él sabe que camina hacia la entrega de su propia vida por nosotros. A esos extremos lleva el amor verdadero. Pero la gente pensaba que se había vuelto loco. Para fortuna nuestra Jesús no se curó de esa locura, que lo llevó al extremo de tanto amor, que es la Cruz.
Para el mundo resulta difícil entender a Jesucristo y su camino. Hoy vemos cómo los propios de su parentela se atreven a decir de Él que «está fuera de sí» (Mc 3,21). Una vez más, se cumple el antiguo proverbio de que «un profeta sólo en su patria y en su casa carece de prestigio» (Mt 13,57). Ni que decir tiene que esta lamentación no «salpica» a María Santísima, porque desde el primero hasta el último momento —desde la encarnación hasta cuando ella se encontraba al pie de la Cruz— se mantuvo sólidamente firme en la fe y confianza hacia su Hijo. Ojalá y no nos dejemos dominar por intenciones torcidas, que nos lleven a buscar dignidades o aplausos humanos. Dios espera de nosotros una vida de fe totalmente comprometida con el Evangelio en las locuras de Jesús. Seamos esa Iglesia del Señor que vive no para servirse del Evangelio, sino para estar al servicio del Evangelio hasta sus últimas consecuencias imitando al Señor. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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