martes, 12 de enero de 2021

«Con autoridad»... Un pequeño pensamiento para hoy


El pasaje de del Evangelio de hoy (Mc 1,21-28) busca entre otras cosas hacernos notar la autoridad tan especial que tiene Jesús. La autoridad de Cristo va más allá incluso de lo que sus contemporáneos pudieran pensar, pues no es un rabí cualquiera, sino que se trata del Hijo de Dios. En el relato evangélico podemos ver que la palabra de Jesús es poderosa y eficaz, es una palabra que no solo instruye, sino que sana y libera. San Marcos comenta: «Quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas» (Mc 1,21). Esta observación inicial es impresionante. En efecto, la razón de la admiración de los oyentes, por un lado, no es la doctrina, sino «el Maestro»; no aquello que se explica, sino «Aquél» que lo explica; y, por otro lado, no ya el predicador visto globalmente, sino remarcado específicamente: Jesús enseñaba «con autoridad», es decir, con poder legítimo e irrecusable. Esta particularidad queda ulteriormente confirmada por medio de una nítida contraposición: «No lo hacía como los escribas». Vamos entrando al Tiempo Ordinario de la Liturgia y la Palabra de Dios nos anima. Los discípulos–misioneros, por nuestra unión a Jesucristo, tenemos el gran compromiso de esforzarnos para que el Reino de Dios vaya haciéndose realidad en los diversos ambientes en que se desarrolle nuestra vida. 

El anuncio del Evangelio lo hemos de hacer con la fuerza que nos viene de la presencia del Espíritu Santo en nuestra vida. Y, siendo los primeros en vivir lo que proclamamos, nos hemos de presentar ante los demás —no solamente en tiempos especiales como Navidad o pascua, sino siempre— no como charlatanes, sino como quienes tienen autoridad para hablar del Señor desde una vida convertida en testimonio personal de la salvación que Dios ofrece a toda la humanidad. Ciertamente que en el camino de la vida nos encontraremos con muchas personas que han sido dañadas, tal vez fuertemente, por la maldad y dominadas por el pecado. A nosotros corresponde, por voluntad de Dios, llegar a ellos para ayudarles a encontrar en Cristo su amor misericordioso, su salvación y un compromiso nuevo para trabajar a favor del Reino. Por eso procuremos no quedarnos en el anuncio de la palabra de Dios mientras descuidamos nuestra respuesta personal a la misma. Quien anuncia el Evangelio y continúa, voluntariamente, sujeto al pecado, en lugar de procurar la salvación de los demás, no podrá hablar con autoridad y les estará llevando a una vida de hipocresía y de falta de compromiso real con el Señor. Mientras la Palabra de Dios no transforme realmente al hombre, liberándolo de su esclavitud al pecado y al autor del pecado, será una palabra inútil dicha sin autoridad, tal vez proclamada con bombo y platillos, con palabras eruditas, pero sin la fuerza del Espíritu Santo. 

No es el hombre que proclama el Evangelio quien debe ser admirado. Tampoco anunciamos el Evangelio para que todos los hombres admiren a Jesucristo sino para que acepten la salvación que el Padre Dios nos ofrece en su Hijo. Proclamamos el Nombre del Señor y su Palabra con autoridad para que transforme el Corazón de todos. Por eso la Iglesia debe estar consciente de que continúa dándole cuerpo, pies, manos, boca a Aquel que es la Palabra, para que continúe realizando su obra de salvación en el mundo y su historia. Si en algún momento quienes nos escuchen alabaran nuestras palabras y nuestras explicaciones, hagamos nuestro aquello que hace días veíamos que decía Juan el Bautista y digamos: «Yo sólo soy la voz de Aquel que es la Palabra; es necesario que Él crezca y que yo venga a menos». Pero recordemos también que la Palabra de Dios, antes que nada, debe producir en nosotros mismos abundantes frutos de salvación. Si Jesús anunciaba con autoridad el Evangelio, era porque Él mismo se había convertido en un Evangelio viviente. Quienes seguimos las huellas de Cristo y anunciamos su Nombre a los demás, no podemos sino realizar lo mismo: vivir, antes que anunciar; pues sólo así seremos auténticos testigos y tendremos la autoridad suficiente para hacer llegar a todos el Evangelio de salvación. Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir con lealtad nuestra fe en Cristo, de tal forma que nuestra existencia misma se convierta en un Evangelio viviente del amor que el Padre Dios tiene a toda la humanidad. ¡Bendecido martes!

Padre Alfredo.

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