En la presentación que Juan el Bautista hace de Cristo como el Cordero, queda compendiada toda la misión de Juan y la de todo discípulo–misionero de Cristo: ser simplemente «indicador de Jesús». Son sorprendentes el desprendimiento y la sencillez con que Juan, en medio de su fama, nos presenta a Jesús y le da el relevo. Así nos enseña que la tarea evangelizadora no se trata de ganar a las personas para nosotros, sino de ganarlas para Jesús, que significa ayudarles a ser más ellas mismas. Ante esto nos podemos preguntar: ¿qué significa, en la vida concreta o real del hombre y de la mujer de hoy, encontrarse con Jesús, como se encontró Juan el Bautista? ¿De qué modo, por tanto, podemos aún hoy día encontrarnos con Jesús y escuchar su voz? Pero volviendo al relato evangélico, vemos que después de que Juan señala a Cristo para que le sigan, el mismo Cristo hace una pregunta a dos de los discípulos, Juan y Andrés: «¿Qué buscan?». Es, por así decir, la primera palabra de Cristo en sus vidas, el primer sonido de esa voz que les va a revelar cosas extraordinarias y a llevarlos muy lejos. Jesús ve perfectamente que ellos están buscando. Hasta entonces, seguían a Juan Bautista; sin vacilar y ahora lo dejan para seguir a aquel desconocido. Será su oportunidad más fantástica, y Juan indica con esmero la hora: las cuatro de la tarde. Jesús simpatizó pronto con ellos; le gustan los hombres capaces de dejarlo todo por él. Y aquella su primera pregunta que empieza a penetrar en ellos nos la puede hacer el Señor a cada uno de nosotros: «¿Qué buscan? ¿Qué esperan de mí?»
Aquellos dos discípulos le preguntaron a Jesús que dónde vivía. Y el les respondió con una invitación: «Vengan a ver». Esa es también la misma invitación que el Señor nos hace, una invitación a compartir la vida con él. Jesús quiere conducir a sus seguidores a la felicidad de su Reino. El es la puerta y el camino y el alimento, el pan bajado del cielo, pero para conocerlo y aceptarlo hay que estar con él: «Vengan a ver». En este evangelio de Juan encontramos el inicio del camino de fe de aquellos primeros seguidores de Cristo a quien Juan les ha presentado. La fe comienza por la contemplación de su gloria, la del Padre que Jesús refleja y que invita a estar con él. Pero siempre están en la base de la fe, según este evangelio, los signos. En Caná fue el vino nuevo, el mejor. Para el apóstol Tomás, fueron las llagas gloriosas, abiertas como una clivia en flor, disponibles en su mano tímida y avergonzada. Para estos dos es el ver el lugar en donde vive Jesús. En todo caso, entonces y ahora, la fe comienza en la experiencia, en la vida de cada día. El Evangelio dice: «Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él ese día. Eran como las cuatro de la tarde»... un lugar, un tiempo, un espacio. Que Dios nos conceda reconocerle como el Cordero de Dios y que por intercesión de María Santísima nos animemos siempre a convivir con él cada día. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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