La «Conversión de san Pablo Apóstol» es una fiesta que la Iglesia universal celebra con gran alegría. San Pablo convirtió a muchos por su predicación y todavía hoy, mientras vive en Dios una vida más feliz, no deja de trabajar en la conversión de los hombres por su ejemplo, su oración y su doctrina. Él mismo fue un converso y por eso la Iglesia lo celebra, por ser un hombre que dejándose «tumbar» por el Señor abrazó su causa y se hizo Apóstol de las gentes. De ser un gran pecador y un gran perseguidor de los cristianos, se convirtió, por la acción misericordiosa del Señor, de lobo en cordero. Saulo, nacido en Tarso, hebreo, fariseo rigorista, bien formado a los pies de Gamaliel, muy apasionado, ya había tomado parte en la lapidación del diácono Esteban, guardando los vestidos de los verdugos «para tirar piedras con las manos de todos», como interpreta agudamente San Agustín. Melancólico, terco, orgulloso y ambicioso en la primera parte de su vida, se dejó alcanzar por Cristo que lo llenó de gracias y bendiciones y se volvió humilde y caritativo, tanto que dice de sí mismo que es el menor de los apóstoles y el mayor de los pecadores y que se ha hecho todo para todos a fin de ganarlos a todos.»
¡Qué vocación tan singular la de Pablo! Normalmente las llamadas del Señor son mucho más sencillas, menos espectaculares. No suelen llegar en medio del huracán y la tormenta, sino sostenidas por la suave brisa, por el aura tenue de los acontecimientos ordinarios de la vida, pero, la vocación de Pablo, es un caso singular. Es como toda vocación, un llamado personal de Cristo. Pero no quita valor al seguimiento de Pablo que pasa de un extremo de perseguidor de Cristo a ser perseguido por la causa de Cristo. «Dios es un gran cazador y quiere tener por presa a los más fuertes», dice un autor espiritual. San Pablo se rindió y se dejó cautivar por Cristo y su mensaje de salvación. A la luz de este testimonio, nos damos cuenta de que todos tenemos nuestro camino de Damasco. A cada uno nos acecha el Señor en el recodo más inesperado del camino. Nos quiere para él y nada más para él, para que le amemos y le hagamos amar del mundo entero. San Pablo mismo narrará su vocación y lo que esto conlleva (Hch 22,3-16).
El Evangelio de hoy, celebrando esta fiesta, nos trae a la memoria el pasaje del envío de los Apóstoles (Mc 16,15-18) haciéndonos ver que san Pablo, aunque no fue de aquel primer grupo de llamados, comparte el gozo y la gran tarea de la evangelización. Jesús, a su manera, dirigió esta misma encomienda que dio a los Once a san Pablo, eso lo dijo a los Apóstoles, a san Pablo y nos lo dice a nosotros: ¡vayan!, ¡anuncien! La alegría del evangelio se experimenta, se conoce y se vive solamente dándola, dándose uno mismo. Que, como san Pablo, nosotros también seamos capaces de dejar el conformismo, la comodidad, las cosas del mundo y seamos evangelizadores como el Apóstol de las gentes. A esto el Señor nos invita hoy en esta fiesta y nos dice: La alegría, el cristiano la experimenta en la misión: «Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda criatura» Y hay que hacerlo al estilo de san Pablo que no conoció fronteras. Sus innumerables viajes para llevar la Buena Nueva hablan por sí solos de la calidad de aquella conversión que vivió camino a Damasco. Que nosotros también experimentemos el gozo de la conversión y caminemos bajo la mirada de María haciendo más y más discípulos–misioneros de Cristo. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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