Hoy, en el Evangelio, Jesús realiza la curación de un leproso que le suplica que le cure (Mc 1,40-45). El Maestro responde a la petición del leproso, lo sana, pero le hace una recomendación: no divulgar lo sucedido. Con esta prohibición Jesús no pretende pasar de incógnito, ni se trata tampoco es una falsa modestia; sencillamente, no quiere que las gentes se refieran a él como el hijo de Dios, o como el Mesías, basados en acontecimientos considerados maravillosos —los milagros—, con el riesgo de no descubrir lo profundo del nuevo mensaje y las exigencias que conlleva el descubrirse hermanos, hijos de un mismo padre en una sociedad que discrimina a los enfermos, a los pobres y a la mujer. además de todo lo dicho sobe la lepra, el infectado, al ser considerado impuro, era asimilado al pecador, por lo cual el sistema religioso establecía una purificación ritual hecha por los sacerdotes. Era menester que el beneficiado pagara una ofrenda en especies, después de lo cual quedaba certificado para ser admitido nuevamente en la comunidad. Jesús sabe que el leproso sanado debe pasar por este proceso para ser integrado a su grupo, y le recomienda hacerlo, lo cual no significa que estuviera de acuerdo con aquellas prescripciones legalistas. Al tocar Jesús al leproso también se convirtió en «impuro», según la Ley, y por eso debería en adelante no entrar a los pueblos; sin embargo, el pueblo lo busca al conocer sus realizaciones.
El leproso está tan agradecido, que no puede contener su alegría y proclama quién ha sido su curador, a pesar de la expresa prohibición de Jesús. Los signos de curación que Jesús hace van extendiendo su fama en estos momentos iniciales de su ministerio. Pero no nos podemos quedar únicamente con la contemplación de aquel hecho como algo del pasado. El Evangelio de hoy nos debe recordar que también hay leprosos en nuestro tiempo. Y como en la época de Cristo, también en la nuestra los segregamos, no queremos ni verlos, está prohibido tocarlos, hablarles, los dejamos solos con su enfermedad. Hay que ver que el leproso se acercó a Jesús y le pidió confiadamente que lo sanara y Jesús lo hizo «¡tocándolo!» y suplicándole que no le dijera a nadie de aquel milagro para que no lo creyeran un simple curandero, y por si alguno se escandalizaba de que hubiera tocado al leproso. También a nosotros nos ha purificado Jesús de nuestros males; también podemos contar, a todos los que nos encontremos, las maravillas que la fe en Jesús ha realizado en nuestras vidas, los milagros que en la vida diaria se van suscitando. ¡Ojalá que nuestra conversión la pidamos con la misma fe y confianza con que el leproso se presentó ante Jesús! Él es el único que puede hacer posible aquello que por nosotros mismos resultaría imposible. Dejemos, bajo el cuidado y protección de María Santísima, la «toda pura», que Dios actúe con su gracia en nosotros para que nuestro corazón sea purificado y, dócil a su acción llegando a ser cada día más un corazón a imagen y semejanza del corazón de Jesús. Él, con confianza, nos dice: «¡Sí quiero: sana!» (Mc 1,41). ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!
Padre Alfredo.
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