Bajo el nombre de «lepra» se incluían, en tiempos de Jesús, diversas enfermedades de la piel de carácter más o menos grave, entre las cuales se incluía aquélla que actualmente recibe ese nombre. Común a todas ellas era el hecho de convertir en impuro al hombre que la padecía, excluyéndole de la comunidad cúltica y social del pueblo israelita. El leproso se hallaba excluido del pueblo de Israel: era un manchado y no podía tomar parte en la liturgia de la oración, en la alegría de las fiestas. Se trataba de un hombre social y religiosamente marginado: sólo, sin derechos, lejos de los pueblos, como ejemplo y testimonio de la palabra de Dios sobre la tierra. La tradición evangélica recuerda varios casos de curaciones de leprosos. Sin negar la realidad de un trasfondo histórico, podemos suponer que la insistencia sobre el tema (cfr Lc 5,12-16 —que es el pasaje que hoy tenemos en el Evangelio—; Lc 17,12 ss). Se debe al hecho de que el judaísmo consideraba estas curaciones como uno de los signos de la llegada de los tiempos mesiánicos (cfr Lc 7,22 y Mt 10,8). Dentro de este contexto se sitúa el milagro al que se refiere nuestro relato del día de hoy.
Nadie hubiera pensado, en aquel contexto, que curarse de la lepra fuera tan fácil. Lo único que precisó el enfermo del relato, fue acercarse humildemente a Cristo y pedírselo. Él sabía que Cristo bien podía hacerlo. Además, cree con todo su corazón en la bondad del Maestro. Quizá por esto, es que se presenta tan tímido y sencillo a la vez: «Señor, si quieres, puedes curarme». La actitud denota no sólo humildad y respeto, revela además, confianza... La vida de muchas personas, y a veces la nuestra, se ve llena de enfermedades y males, sucesos indeseados y problemas de todos los tipos, que nos podrían orillar a perder la confianza en el Señor. Quizá alguna vez, hemos pensado, como mucha gente en medio de esta pandemia que vive la humanidad, que Él nos ha dejado, que ya no está con nosotros; pues sentimos que nuestra pequeña barca ha comenzado a naufragar en el mar de la vida... Pero de esta forma, olvidamos que el primero en probar el sufrimiento y la soledad fue Él mismo, mientras padecía su muerte en la cruz. Y así, nos quiso enseñar que Dios siempre sabe sacar bienes de males, pues por esa muerte ignominiosa, nos vino la Redención. La lección de confiar en Cristo y en su infinita bondad, no es esperar que nos quitará todos los sufrimientos de nuestras vidas. Sino que nos ayudará a saber sobrellevarlos, para la purificación de nuestra alma, en beneficio de toda la Iglesia y de la humanidad por nuestra condición de discípulos–misioneros.
La figura de Jesús, tal como aparece en el evangelio de hoy, es la de una persona que tiene buen corazón, que siempre está dispuesto a «extender la mano y tocar» al que sufre, para curarle y darle ánimos. Nosotros, los que creemos en él y le seguimos, ¿tenemos esa misma actitud de cercanía y apoyo para con los que sufren? ¿o somos duros en nuestros juicios, agresivos en nuestras palabras, indiferentes en nuestra ayuda? Ser solidarios y extender la mano hacia el que sufre es ya medio curarle. Es darle esperanza, como hacía siempre Jesús. ¡Qué gran ejemplo a seguir! El leproso, tocado por Jesús, nos habla de cómo Dios se hace encontradizo a todo hombre para liberarlo de cualquier mal; lo único que se necesita es reconocerse enfermo, pecador, necesitado de Dios; e ir al Señor para ser curados, perdonados, ayudados. No podemos llegar exigentes, sino humildes y confiados pidiéndole: Si tú quieres puedes curarme, perdonarme, ayudarme. Ante una súplica humilde, sencilla y confiada el Señor no tendrá reparo en decir: Si quiero, que se cumpla lo que pides conforme a tu fe. estamos en Navidad, agradeciendo al Padre que nos haya enviado a Jesús en esa sencillez de la vida ordinaria. El Señor ha venido a curarnos, a traernos la salvación. Contemplándole ahora estos días en el regazo de María como lo vieron los magos y los pastores, acerquémonos nosotros también con sencillez, con la misma sencillez con la que el leproso del relato pide su curación. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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