miércoles, 27 de enero de 2021

«La parábola del sembrador»... Un pequeño pensamiento para hoy


El Reino de Dios, que está más allá de nuestras experiencias, puede ser comprendido solamente «en parábolas», indirectamente, es decir, mediante comparaciones sacadas de nuestra vida. Las parábolas del Evangelio se arraigan en la vida cotidiana. De este origen tan humilde es de donde se derivan las tres propiedades que caracterizan al lenguaje parabólico que utiliza Jesús en el Evangelio. Es un lenguaje que está sacado de la vida de cada día, aunque su finalidad es expresar algo que está más allá, algo más profundo. Pero al mismo tiempo es un lenguaje que se abre a lo trascendente, capaz no ciertamente de expresarlo, pero sí de aludir a él, porque si es verdad que el Reino de Dios no se identifica con la realidad de nuestra historia, también es verdad que guarda una gran relación con ella. Finalmente, las parábolas son enseñanzas que obligan a pensar: no desarrollan todo el discurso, no son una perspectiva tranquilizante —como la de un discurso, que pretende definir una realidad, permitiéndonos dominarla—, sino que las parábolas son simplemente un primer paso que nos invita a seguir adelante, en un discurso global, que deja intacto el misterio del Reino, pero señalando su impacto en nuestra existencia, el vínculo existente entre el Reino y la vida. De este modo las parábolas hacen pensar, inquieta y compromete.

Esta del sembrador, de la que habla el Evangelio de hoy (Mc 4,1-20), es ciertamente una de las más conocidas de todas las que pronunció Jesús. La parábola del sembrador pretende afirmar que el Reino está ya presente —aunque a nivel de semilla y aunque aparentemente aplastado—: el Reino está aquí, en medio de las oposiciones, en medio de los fracasos —y no simplemente que los fracasos se transformarán en éxitos—. De todas formas, sigue siendo verdad que los fracasos cambiarán de signo. Por eso la parábola —además de ser una afirmación de la presencia del Reino— se convierte en un estímulo para quienes lo anuncian. Esta parábola llama la atención sobre el trabajo del sembrador —un trabajo abundante, sin medida, sin miedo a desperdiciar—, que parece de momento inútil, infructuoso, baldío; sin embargo —dice Jesús—, lo cierto es que alguna parte dará fruto, y un fruto abundante. Porque el fracaso es sólo aparente: en el Reino de Dios no hay trabajo inútil, no se desperdicia nada. De todas formas —y entonces la parábola se convierte en advertencia—, haya o no haya éxito, haya o no haya desperdicio, el trabajo de la siembra no debe ser calculado, medido, precavido; sobre todo no hay que escoger terrenos ni echar la semilla en algunos sí y en otros no. 

En este relato el sembrador echa el grano sin distinciones y sin regateos; así es como actúa Cristo en su amor a los hombres y así es como ha de actuar la Iglesia en el mundo. ¿Cómo saber —a la hora de sembrar— qué terrenos darán fruto y qué terrenos se negarán? Nadie tiene que adelantarse al juicio de Dios. Así pues, la parábola llama la atención sobre la presencia del Reino en el seno de las contradicciones de la historia, presencia que es imposible discernir con los criterios del éxito o del fracaso, en los que se apoya el cálculo de los hombres. Es éste el primer aspecto que hay que comprender. Jesús nos asegura que la semilla dará fruto. Que a pesar de que este mundo nos parece terreno estéril —la pandemia que ha hecho que no se puedan tener las celebraciones litúrgicas presenciales, la juventud de hoy tan despistada en las cosas de Dios, la sociedad distraída y materializada gastando hasta en las modas de mascarillas de marca, la falta de vocaciones, los defectos que descubrimos en la Iglesia—, Dios ha dado fuerza a su Palabra y germinará, contra toda apariencia. No tenemos que perder la esperanza y la confianza en Dios. Es él quien, en definitiva, hace fructificar el Reino. No nosotros. Nosotros somos invitados a colaborar con él. Pero el que da el incremento y el que salva es Dios. Pidamos a María que ella no ayude a no desanimarnos y a seguir sembrando. ¡Bendecido miércoles!

Padre Alfredo.

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