Jesús ha venido a este mundo a salvar, pero no viene a imponer esa salvación; aunque podría. No quiere reinar sobre un pueblo que no le haya aceptado primero, libremente, en su corazón. No quiere escoger el fácil, tentador camino de obligar; prefiere el de ofrecer. Sabe que es un camino más lento, menos triunfalista. Pero sabe también que, a la larga, es el único camino auténtico. Por eso Cristo se abaja. Toma hondura situándose, codo con codo en la fila, junto a los que menos pueden. Entra en la hilera de los necesitados, del pueblo llano, de los que tienen que esperar su turno en todas las ventanillas del mundo, de los que nada pueden exigir. Entra en la línea de los pobres de Yahvé. Jesús, que no tiene pecado, entra en la fila de los que buscan el perdón de los suyos. Entra en la ringlera del pueblo que busca el arrepentimiento de los pecados y sin tener él pecado alguno, recibe ese bautismo. Como uno más. Como si fuera uno más. Y ahí precisamente le espera el Padre, para presentarlo con toda solemnidad ante la historia. «Tú eres mi Hijo amado, yo tengo en ti mis complacencias». Y Juan se declara indigno de desatar la correa de sus sandalias; al tiempo que proclama que el bautismo que trae ese hombre será muy diferente del suyo: porque llevará dentro una fuerza capaz de salvar.
Este es el primer acto de la vida pública de Jesús, cuando deja su pueblo para empezar su misión. Y el primer acto es de humildad. Jesús empieza por hacerse discípulo de Juan Bautista. Recibe el bautismo de Juan Bautista, se coloca en la fila de los pecadores que esperan en la ribera del río... ¡como un «hombre cualquiera»! Juan tenía pleno convencimiento de la provisionalidad de su bautismo hecho sólo «con agua» y del carácter definitivo que tendría el bautismo inaugurado por Jesús, el cual sería un bautismo «con Espíritu Santo», aunque se realizaría también utilizando el rico simbolismo del agua. Este bautismo «con Espíritu Santo», es el que hemos recibido todos los cristianos, pero son muchos los que en la práctica parece como si el bautismo recibido se haya limitado al rito del agua, sin ninguna incidencia real en la vida. Es importante que nos demos cuenta hoy, fiesta del bautismo del Señor, que para ser cristiano en plenitud, para ser discípulo–misionero de Cristo, no basta haber sido bautizado sino vivirlo y vivir el sacramento como auténticos hijos de Dios. Para ser cristiano de veras, es necesario abrirse interiormente a la fuerza del Espíritu. Vivamos esta fiesta del Bautismo de Jesús como la fiesta del silencio de Dios al terminar la Navidad y penemos en nuestra fecha de bautizo. Vivamos la fiesta del misterio, de la humildad y de la esperanza. Una esperanza que viene de Arriba y que quiere complacerse también en cada uno de nosotros como se complació en María y en todos los santos: «Tú eres mi hijo muy amado, tú eres mi hija muy amada... en ti también quiero complacerme». ¡Bendecido domingo fiesta del Bautismo del Señor!
Padre Alfredo.
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