San Juan Pablo II, el día que la declaraba doctora de la Iglesia, en su homilía subrayaba: «deseaba ardientemente ser misionera. Y lo fue hasta el punto de ser proclamada Patrona de las Misiones. El mismo Jesús le mostró de qué manera podría vivir con tal vocación: poniendo en práctica en su plenitud el mandamiento del amor, se sumergiría en el corazón mismo de la misión de la Iglesia, apoyando con la fuerza misteriosa de la oración y de la comunión a los anunciadores del Evangelio. Así realizaba ella lo que el Concilio Vaticano II destaca cuando enseña que la Iglesia es, por su naturaleza, misionera (cf. Ad gentes, 2). No sólo quienes escogen la vida misionera, sino todos los bautizados están de alguna manera enviados ad gentes (a las gentes)». A Teresita le viene muy bien el texto evangélico de hoy (Lc 10, 1-12) que habla del envío de los discípulos. Teresita se sabe enviada a evangelizar aunque su deseo de ir a las misiones no se pudiera realizar por su calidad de enferma —murió de tuberculosis—. Sin embargo, ella sabe que, como enviada, tiene una vocación muy especial y la descubre cuando dice: «En el corazón de mi Madre la Iglesia, yo seré el amor».
El campo misionero —lo sabemos— se extiende hasta los últimos confines de la tierra. Jesús considera la abundancia de esa mies; el gran número de los que se aprestarían a vivir el evangelio. Pero pudiéramos preguntarnos a nosotros mismos luego de ver el ejemplo de Santa Teresita: ¿Estoy yo realmente persuadido de la abundancia de esa mies? ¿Permanezco atento, a mi alrededor a los signos positivos que manifiestan que son muchas las personas que estarían dispuestas a acoger a Jesús? Pero faltan trabajadores... obreros prontos a entrar en el absoluto, propio de la vocación divina, tal como se adentró Santa Teresita. De entrada y ante esa falta de trabajadores —que no es sólo una deficiencia de nuestra época— ¡Jesús llegó a la única solución... la oración! Es para Él evidente que la vocación apostólica es una gracia, un don de Dios. Más tarde dirá san Pablo: «Es por la gracia de Dios que soy lo que soy» (1 Cor 15,10). La proximidad del Reino que se acerca rápidamente hace irrisorias todas las seguridades, incluso la misma vida, pues como digo, Teresita murió bastante joven y en apariencia parecía que había hecho muy poco. El anuncio de esa proximidad del Reino es tan urgente que no se debe perder tiempo porque la vida se acaba en un santiamén. Pidamos a María Santísima, la Virgen de la Sonrisa que le decía Santa Teresita, que nos haga conscientes de que esos trabajadores, esos obreros que Jesús necesita porque la mies es mucha, somos nosotros. ¡Pongámonos en camino!, vayamos, anunciemos que el Reino de Dios está cerca. Sin pereza, con sencillez, con ánimo gratuito y no interesado, con serenidad en las dificultades, alegres por poder colaborar en la obra salvadora de Dios, como mensajeros de su paz. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!
Padre Alfredo.
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