El Evangelio de hoy (Lc 11,5-13) es muy simpático. Jesús nos propone dos pequeños relatos tomados de la vida familiar: el del amigo impertinente y el del padre que escucha las peticiones de su hijo. En los dos, nos asegura que Dios atenderá nuestra oración. Si lo hace el amigo, al menos por la insistencia del que le pide ayuda, y si lo hace el padre con su hijo, ¡cuánto más no hará Dios con los que le piden algo! Jesús nos asegura: "El Padre celestial les dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan", o sea, nos dará lo mejor, su Espíritu, la plenitud de todo lo que le podemos pedir nosotros. El Señor nos invita a perseverar en nuestra oración, a dirigir confiadamente nuestras súplicas al Padre. Y nos asegura que nuestra oración será siempre eficaz, será siempre escuchada: «si ustedes saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más su Padre celestial...?». La cosa consiste en que Dios siempre escucha. Que no se hace el sordo ante nuestra oración.
Nos tiene que quedar claro que este Evangelio nos recomienda que seamos persistentes en la oración no porque Dios sea sordo, sino porque nosotros necesitamos perseverar para alcanzarlo. La naturaleza humana está generalmente caracterizada por la inconstancia. Nos amilanamos ante el primer obstáculo que se nos presenta en la consecución de nuestras metas y proyectos. Abandonamos la nave ante el menor indicio de tormenta. Por esto, el evangelista nos invita a crecer en nuestras aspiraciones y a fortalecer nuestro espíritu con la oración constante. Pues el Reino no es una autopista ancha por la que entra el primero que lo intenta, sino un camino angosto que exige mucha calidad personal y mucho apoyo comunitario. Si logramos cultivar una actitud perseverante, una entrega decidida, una sobriedad ante las dificultades, veremos que al término de nuestro esfuerzo está la generosa voluntad de Dios que nos ha acompañado desde el comienzo. Pero, tendremos una interesante ventaja: el esfuerzo nos hará crecer como personas y apreciaremos en su justo valor lo que hemos alcanzado, lo que Dios nos da. Pues, las cosas fáciles no son valiosas.
Santa Pelagia de Antioquía es una santa muy desconocida cuya memoria se celebra en este día. Se presenta como una de las más insignes pecadoras del mundo, allá por la segunda mitad del siglo V. En Antioquía —este era el escenario de sus danzas sensuales y altaneras— se la llamaba «Margarita» que es la traducción de «gema», quizá porque, en ocasiones, lo único que cubría el cuerpo de esta mujer extrahermosa eran collares de perlas. Tuvo, en el marco de la Providencia, la suerte de toparse, en el año 453, con Nono, un anacoreta — Religioso que vive solo en lugar apartado, dedicado por entero a la contemplación, la oración y la penitencia— de Tabenas, sacado de allí para hacerlo obispo de Edesa y trasladado a Heliópolis de Siria, que por el momento participaba en un concilio provincial convocado por Máximo. Bastó oírlo para que Dios moviera a esta mujer a sincera conversión, orara con fe, pidiera el bautismo y cambiara sus danzas, sus máscaras y abalorios por la penitencia. El relato de su historia dice que murió penitente en Jerusalén, en el Monte de los Olivos, en el año 468. Dios siempre escucha, así sucedió en l conversión de santa Pelagia, lejana a nuestros tiempos, pero cercana en el camino de conversión en el que todos estamos. Pidamos a María Santísima que nunca dudemos de que Dios escucha nuestra oración. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!
Padre Alfredo.
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