En el Evangelio de hoy domingo (Mt 22,34-40), Cristo conecta en particular el «primer y gran mandamiento» del amor a Dios con el «segundo mandamiento semejante al primero» del amor al prójimo. Y añade: «En estos dos mandamientos se fundan toda la Ley y los Profetas». Y san Juan el gran teólogo es muy claro: «El que no ama, no ha conocido a Dios» (1 Jn. 4, 8). El amor a Dios es el primer mandamiento de todos. El que se formula bíblicamente como «no tendrás otro dios más que a mí». Es un mandamiento que sigue siendo el más radical de todos. Contra los ídolos de antes y los de ahora. Contra el peligro de centrarnos en otros «dioses». Pero, este mandamiento no se entendería sin ver el segundo del que nos habla hoy el Señor. Jesús une las dos direcciones del amor: no vale amar a Dios (o decir que se ama a Dios) y descuidar el amor horizontal, sobre todo con los débiles. De esta manera, queda claro que el amor es la razón de ser de todo. Es el principio fundamental que lo impregna todo. Es el alma de toda ley y de toda vida cristiana, personal y comunitaria. No se trata de un aspecto jurídico, sino de la clave teológica que da sentido a toda nuestra vida cristiana y humana. Ahí está la novedad del cristianismo.
La lista de santos y beatos, para recordar en este día, es larga: San Bernardo Calbó, San Crisanto de Roma, San Crispín de Soissons, San Crispiniano de Soissons, Santa Daría de Roma, Santa Engracia de Segovia, San Frontón de Périgeux, San Gaudencio de Brescia, San Hilaro de Javols, San Mauro de Pécs, San Miniato de Florencia, San Valentín de Sevilla, Beato Recaredo Centelles Abad, Beato Tadeo Machar. Tal vez muchos de ellos, si no es que todos, desconocidos para nosotros pero llevados a los altares precisamente por haber fundido en sus vidas estos dos mandamientos. En sus vidas, el amor se convirtió en el termómetro que nos indica por qué están canonizados y beatificados. Si leemos las vidas de estos hombres y mujeres ejemplares, vamos a encontrarnos, en diversas épocas, diferentes situaciones, vocaciones y condiciones de vida, que el amor nace de Dios, de verse cada día querido y perdonado de Él en la propia miseria, y llamado además a ser hijo. El amor no lo producimos; se nos da. Y cuando se recibe, se expande en toda dirección. Por intercesión de María, nuestra Madre, abrámonos para acoger este don del amor, para caminar siempre en esta ley de los dos rostros, que son un rostro solo: la ley del amor. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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