miércoles, 14 de octubre de 2020

«Las cargas pesadas»... Un pequeño pensamiento para hoy


En el Evangelio de hoy (Lc 11,42-46) el Señor Jesús echa en cara a fariseos y escribas (doctores de la ley) su pecado, con la intención de moverlos a conversión para que dejen sus pecados. El pecado de los fariseos está en poner empeño escrupuloso en las normas insignificantes mientras que se desprecia lo esencial; en querer aparecer como irreprochables para ser honrados y estimados como piadosos (cf. Mt 23, 6-7; Mc 12,38-39). El discípulo de Jesús, en cambio, debe valorar las cosas según su importancia. No debe despreciar lo pequeño por ser pequeño, pero debe centrar su esfuerzo en lo fundamental: la justicia, el amor a Dios, el amor al hermano. El pecado del escriba, del doctor de la ley, está en escrutar la ley día y noche para descubrir a los hombres lo que deben hacer, pero no cumplirlo él ni ayudar a cumplirlo a los débiles. Los discípulos–misioneros de Cristo sabemos que la salvación no está en saber mucho, sino en cumplir lo que se sabe, no en echar cargas sobre los hombros de los demás, sino en ayudar a todos a llevar su propia carga.

Nosotros también, si nos descuidamos, podemos caer en el escrúpulo de cuidar hasta los más mínimos detalles exteriores mientras descuidamos los valores fundamentales, como el amor a Dios y al prójimo. Jesús no invita a no atender a los detalles, sino a asegurar con mayor interés todavía las cosas que merecen más la pena. Podemos ser tan jactanciosos y presumidos como los fariseos. ¿Somos sepulcros blanqueados? Cada uno sabrá cómo está por dentro, a pesar de la apariencia que quiere presentar hacia fuera. Los demás no nos ven la corrupción interior que podamos tener, pero Dios sí, y nosotros mismos también, si somos sinceros. Si educamos o predicamos, pensemos un momento si merecemos la queja de Jesús: imponemos interpretaciones del Evangelio que son demasiado exigentes, ¿cargas insoportables? Ya es exigente de por sí la fe cristiana, pero no tenemos por qué añadirle nosotros cargas todavía más pesadas. Jesús se puso como modelo de lo contrario: «vengan a mí todos los que están fatigados y sobrecargados, porque mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,29-30). Además, podemos caer en el fallo de ser exigentes con los demás y permisivos con nosotros mismos.

Hoy, entre sus santos y beatos, la Iglesia celebra al Beato Román Lysko, un hombre íntegro que nació el 14 de agosto de 1914 y que, el 28 de agosto de 1941 fue ordenado sacerdote. Durante 1944 fue párroco de Belzets. En 1946, el Gobierno soviético, que había anexado esa parte de Polonia al estallar la segunda guerra mundial, suprimió la Iglesia greco-católica y obligó a sus obispos, sacerdotes y fieles a pasar a la ortodoxia. Los Lysko se refugiaron en su pueblo natal, en Horodok. Roman seguía ejerciendo su ministerio pastoral sin crearse problemas. Bautizaba en el patio de casa y celebraba bodas en el bosque, celebraba misa en los pueblos, en las casas de los fieles, con las ventanas cerradas, junto a una mesa con vodka para hacer creer que era una fiesta entre amigos, en caso de que irrumpieran los agentes de la policía secreta de Stalin. Su rechazo a pasarse a la Iglesia ortodoxa le costó la cárcel en Lvov, en la que murió, a la edad de 35 años (1949), de un infarto, aunque en realidad la causa exacta de su muerte se desconoce, algunos prisioneros testimoniaron que fue golpeado brutalmente por sus carceleros y colocado en una rejilla incandescente. Según otra versión, fue encerrado vivo entre cuatro paredes cerradas con cemento. Que su autenticidad y el amor a María Santísima hagan de nosotros lo que Cristo quiere. ¡Bendecido miércoles!

Padre Alfredo.

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