jueves, 22 de octubre de 2020

«Recordando a san Juan Pablo II»... Un pequeño pensamiento para hoy

¿Quién no recuerda a San Juan Pablo II? Hoy es el día en que la Iglesia celebra su memoria. Yo lo recuerdo con mucho cariño, no puedo olvidar las más de 60 veces que pude estar con él y muchas de esas veces saludándole de mano. Recuerdo la primera vez que lo vi en 1984 siendo yo novicio y que no sabía si tocarlo o no por mi indignidad y su presencia de hombre lleno de Dios. Todos los que lo conocimos supimos que tratábamos con un santo, un hombre que se distinguió por muchas cosas: Su amor a la Eucaristía, su cariño a la Santísima Virgen María y sus extraordinarias andanzas misioneras para ir hasta los lugares más recónditos del planeta para llevar la Palabra de Dios alentando a todos con su clásica frase tomada del Evangelio: ¡No tengan miedo! Después de un pontificado de poco menos de 27 años, murió en olor de santidad en Roma, el 2 de abril de 2005, vigilia de la fiesta de la Divina Misericordia que él mismo había instituido. 

Karol Józef Wojtyła, conocido como Juan Pablo II desde su elección al papado en octubre de 1978, nació en Wadowice, una pequeña ciudad a 50 kms. de Cracovia, el 18 de mayo de 1920. Era el más pequeño de los tres hijos de Karol Wojtyła y Emilia Kaczorowska. Su madre falleció en 1929. Su hermano mayor Edmund (médico) murió en 1932 y su padre (suboficial del ejército) en 1941. Su hermana Olga murió antes de que naciera él. A partir de 1942, en plena época de guerra, al sentir la vocación al sacerdocio, siguió las clases de formación del seminario clandestino de Cracovia, dirigido por el Arzobispo de Cracovia, Cardenal Adam Stefan Sapieha. Al mismo tiempo, fue uno de los promotores del «Teatro Rapsódico», también clandestino. Tras la segunda guerra mundial, continuó sus estudios en el seminario mayor de Cracovia, nuevamente abierto, y en la Facultad de Teología de la Universidad Jagellónica, hasta su ordenación sacerdotal en Cracovia el 1 de noviembre de 1946. Seguidamente fue enviado a Roma, donde se doctoró en teología, con una tesis sobre el tema de la fe en las obras de San Juan de la Cruz. En aquel período aprovechó sus vacaciones para ejercer el ministerio pastoral entre los emigrantes polacos de Francia, Bélgica y Holanda. El 4 de julio de 1958 fue nombrado por Pío XII Obispo titular de Olmi y Auxiliar de Cracovia. El 13 de enero de 1964 fue nombrado Arzobispo de Cracovia por Pablo VI, quien le hizo cardenal el 26 de junio de 1967. Además de participar en el Concilio Vaticano II (1962-1965), con una contribución importante en la elaboración de la constitución Gaudium et spes, el Cardenal Wojtyła tomó parte en las cinco asambleas del Sínodo de los Obispos anteriores a su pontificado. Los cardenales reunidos en Cónclave le eligieron Papa el 16 de octubre de 1978. Tomó el nombre de Juan Pablo II y el 22 de octubre comenzó solemnemente su ministerio petrino como 263 sucesor del Apóstol Pedro. 

San Juan Pablo II hizo vida la frase que el Evangelio de hoy (Lc 12,49-53) nos pone de entrada en labios de Jesús: «He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cuánto desearía que ya estuviera ardiendo! El fuego del que habla aquí Cristo no es, ciertamente, el fuego destructor de un bosque o de una ciudad, no es el fuego que Santiago y Juan querían hacer bajar del cielo contra los samaritanos, no es tampoco el fuego del juicio y del castigo de Dios, como solía ser en los profetas del Antiguo Testamento, Jesús está diciendo con esta imagen tan expresiva que tiene dentro un ardiente deseo de llevar a cabo su misión y comunicar a toda la humanidad su amor, su alegría, su Espíritu. El Espíritu que, precisamente en forma de lenguas de fuego, descendió el día de Pentecostés sobre la primera comunidad. San Juan Pablo II entendió muy bien esto y proclamó con testimonio de vida que la Iglesia vive del «fuego del Espíritu» (Hch 2,3). En su corazón de pastor ardía el fuego del corazón de los discípulos de Emaús al escuchar al Resucitado (Lc 24,32). Pidamos, por intercesión de San Juan Pablo II y María Santísima, que nos dejemos contagiar de ese fuego en nuestra condición de discípulos–misioneros de Cristo. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!

Padre Alfredo.

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