sábado, 1 de junio de 2019

«En la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad»... Un pequeño pensamiento para hoy

Todos hemos experimentado lo que es el aplaudir y gritar cuando se experimenta un triunfo. El batir las manos llama la atención a algo, usualmente como una expresión externa de alegría interna (Salmo 47,1, Salmo 98,8, Isaías 55,12). Así queríamos aplaudir y gritar de gozo cuando el doctor Leo Pérez Hernández salió ayer a decirnos a mi madre y a mí que la cirugía de había sido todo un éxito. Esta mañana el salmo responsorial de hoy, el 46 [47] es, definitivamente, un salmo de fiesta que me hace revivir ese momento de anoche. El salmista se llena de alegría contemplando al Señor como Rey y Soberano de toda la tierra: «Aplaudan, pueblos todos; aclamen al Señor, de gozo llenos... Porque Dios es el rey del universo, cantemos el mejor de nuestros cantos. Reina Dios sobre todas las naciones desde su trono santo». Nosotros nos llenamos de alegría por el resultado de una operación y damos gracias a Dios por el regalo que ha dado a papá al devolverle la salud con esas técnicas médicas tan modernas, casi instantáneas, de hoy en día. 

La aclamación entusiasta, con la que empieza el salmo: «Aplaudan, pueblos todos; aclamen al Señor, de gozo llenos» se repite, con diversos matices y otras palabras, a lo largo del salmo. Se trata de un himno a Dios, Señor del universo y de la historia: «Dios es el rey del mundo... Dios reina sobre las naciones» (vv. 8-9). Este himno al Señor, rey del mundo y de la humanidad, al igual que otras composiciones semejantes que recoge el Salterio (cf. Sal 92; 95-98), supone un clima de celebración litúrgica del pueblo. Por eso, al encontrarnos en el corazón espiritual de la alabanza de Israel, que se eleva al cielo desde el templo, el lugar en donde el Dios infinito y eterno se revela y se encuentra con su pueblo, recordamos que nosotros también, como cristianos, como discípulos–misioneros, celebramos a Dios de esta manera en nuestras Misas y demás acciones liturgias. El dinamismo que llevó al Padre a enviar a su Hijo al mundo y a derramar el Espíritu sobre nosotros, es el que nos lleva a abrir nuestros ojos y nuestro corazón a todas las «semillas» del Reino que nos rodean, para acogerlas y dejarlas germinar en nosotros celebrando nuestra acción de gracias en cada Misa. Hoy, en vigilia ya de la fiesta de la Ascensión del Señor, el Evangelio nos deja unas palabras de despedida entrañables (Jn 16, 23-28). Jesús nos hace participar de su misterio más preciado; Dios Padre es su origen y es, a la vez, su destino: «Yo salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre» (Jn 16,28). 

El centro de este aplauso jubiloso al que el salmista nos invita hoy, es la figura grandiosa del Señor supremo, al que se atribuyen tres títulos gloriosos: «altísimo, terrible y supremo» (v. 3), que exaltan la trascendencia divina, el primado absoluto en el ser y la omnipotencia. También Cristo resucitado exclamará: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18). Mañana celebraremos la Ascensión del Señor a los cielos y este salmo nos va llevando ya a adentrarnos en ese contexto. Dentro del señorío universal de Dios sobre todos los pueblos de la tierra (cf. v. 4), el salmista destaca su presencia particular en Israel, el pueblo de la elección divina, «el predilecto», la herencia más valiosa y apreciada por el Señor (cf. v. 5). Por consiguiente, el pueblo —y por consiguiente cada uno de nosotros— se siente objeto de un amor particular de Dios, que se ha manifestado con la victoria obtenida sobre las naciones hostiles. Hoy termino mi reflexión con un pensamiento de Santa Teresita del Niño Jesús que dice: «Para mí, la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría» (Autob. C 25r). Y termino así porque ella habla de «un grito», como el grito de alegría al que nos invita hoy el salmista, porque el Señor, lleno de gloria, merece toda nuestra alabanza en todos los momentos de nuestra vida, como dicen los novios cuando se casan: «en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida». Que María Santísima nos aliente a vivir siempre en este clima de alabanza y de gratitud al Señor con gritos de júbilo y aplausos por su gran bondad y misericordia. ¡Bendecido sábado! 

Padre Alfredo. 

P.D. Gracias Dr. Leo por todo, por ayudar, como a Don Alfredo, a mucha gente, gracias por tu entrega en la misión de África y no solo por tu gran experiencia como traumatólogo especialista en columna, sino por tu calidad humana luchando, como buen cristiano, discípulo–misionero por hacer siempre el bien en nombre de Dios en donde Dios te va colocando en su Divina Providencia cada día. Gracias también a todos por sus oraciones a favor de mi querido papá que ahora se restablece ya —gracias a la maravilla de la ciencia y a las manos de Leo y su equipo— en el silencio y la paz que un enfermo necesita siempre para recuperarse.

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