miércoles, 12 de junio de 2019

«La santidad de Dios y nuestra santificación»... Un pequeño pensamiento para hoy


Con el salmo 98 [99] finaliza la breve sección de poemas que, en el Salterio, están dedicados a la realeza de Dios. Estos salmos son himnos poéticos que celebran la soberanía divina y que ponen claramente de manifiesto la importancia de la justicia y la soberanía de Dios. Este salmo añade un nuevo elemento que los salmos anteriores de ese conjunto no mencionan: la santidad de Dios. El fragmento que hoy tenemos como salmo responsorial, comienza precisamente, en el versículo 5, con una aclamación a Dios que es santo. El salmista, a lo largo del salmo, va uniendo este elemento imprescindible de Dios con la rectitud y la justicia del mismo Dios soberano de todas las naciones. El tema de la santidad, se repite en el salmo en tres ocasiones (vv 3,5,9). Tanto el versículo 5 como el 9, funcionan como un estribillo temático del que surge lo que repetimos como responsorio después de cada estrofa: «Santo es el Señor, nuestro Dios». 

Nuestra comprensión de la santidad de Dios, basada en los sentidos naturales, sigue siendo insuficiente hasta el día de hoy. En Éxodo 15,11, Moisés pregunta: «¿Quién como Tú, oh Yahvé, entre los dioses? ¿Quién como Tú, magnífico en santidad, terrible en maravillosas hazañas, hacedor de prodigios?» La santidad adopta todos los diferentes atributos de cada una de las tres personas de la Santísima Trinidad: del Padre (Jn 17,11), del Hijo (Hch 4,30) y, especialmente, del Espíritu Santo a quien acabamos de celebrar este domingo por Pentecostés, ya que Él es el que nos proporciona un conocimiento íntimo de un Dios Santo (1 Cor 2,10). Por su parte, el libro del Apocalipsis nos dice: ¿Qué exquisitas palabras existen para darle gloria, honor, y gracias al Señor Dios Todopoderoso? Delante del trono celestial, los ángeles adoraban a Dios, repitiendo día y noche: «Santo, santo, santo» (Ap 4,8). Cuando elegimos adorarle, obedecerle, y servirle —independientemente de todo lo que el mundo demanda—, experimentamos la santidad de Dios. En Jesús tenemos la plenitud de la santidad de Dios. Él es Santo, el Verbo, la Palabra de Dios, que se ha hecho hombre (cf. Jn 1,14), que viene a nosotros para darnos a conocer quién es Dios y cómo nos ama. Dios, que es santo, espera que el hombre también lo sea y le brinde una respuesta de amor, manifestada en el cumplimiento de sus enseñanzas: «Si me aman, guardarán mis mandamientos» (Jn 14,15). 

En las palabras del Evangelio de hoy (Mt 5,17-19), Jesús nos enseña dos cosas: Primero que el Antiguo Testamento forma parte auténtica de la revelación de la santidad de Dios; y segundo, que no hay mandamientos pequeños o enseñanzas banales en la Escritura. Es cierto que el Antiguo Testamento, por haber sido escrito en un tiempo y cultura lejanos a nosotros, no siempre es fácil de entender. Sin embargo, esto no quiere decir que no debemos buscar también en él la voluntad de Dios que es santo y que quiere que nosotros seamos santos. Por otro lado, es cierto también que no todo, de lo que entendemos, incluso del Nuevo Testamento, es fácil de cumplir para ser santos como Dios. Requiere ante todo la firme convicción de que esto es lo que Dios quiere y que como tal, debemos de respetarlo y actuar como él nos lo va proponiendo. Esto es importante tenerlo en mente pues en esta confusión moral e incluso teológica que se vive en nuestros tiempos, no faltan las opiniones sobre algunos aspectos, los cuales, aun referidos en la Escritura, no se toman en cuenta y son causa de dolor y de malestar para nosotros mismos, para la Iglesia y para la sociedad. Estemos siempre atentos, tengamos como fuente de sabiduría la Palabra de Dios, y como fuente de conocimiento el Magisterio Ordinario de la Iglesia. Ser santos, significa estar unidos en Cristo a Dios, que es santo: «Sean por tanto santos como es santo su Padre celestial» (Mt 5, 48), nos ordena Jesucristo, Hijo de Dios. «Sí, lo que Dios quiere es su santificación» (1 Ts 4, 3), dice san Pablo. Algunas veces nos dirigimos a la Virgen con el título de: María «Santísima». Pidámosle a ella que nos ayude a seguir caminando en esta senda de nuestra santificación. ¡Bendecido miércoles! 

Padre Alfredo.

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