El amor de todos los cristianos tiene por modelo el amor mismo de Dios. Es la gran cumbre del evangelio, es la gran «Buena Nueva»: el amor mismo de Dios, el amor trinitario, con el que el Padre ama al Hijo, el amor absoluto e infinito de Dios, participado a los creyentes. Lo que está trabajando en el corazón de la humanidad es esto: La relación de amor perfecto que une a las personas divinas. El camino del Amor —del auténtico amor—, aplicado a nuestra propia vida en fidelidad al Señor, no es un sendero de rosas sin espinas. Supone sacrificios. Quien, como san Pablo en la primera lectura de hoy (Hch 22,30;23,6-11), lo arriesga todo por amor al Señor, al que sirve, ha de saber que acepta pisar sobre espinas. Dios, nuestro Padre, es la parte que nos ha tocado en herencia a los que queremos amarle a él y al prójimo (Sal 15 [16]). ¿Querremos algo mejor? Nuestra vida está en sus manos. ¿Quién podrá algo en contra nuestra? Ni siquiera la muerte podrá retenernos para sí, pues Dios, que nos ama entrañablemente, no nos abandonará a ella, ni dejará que suframos la corrupción.
Desde la resurrección de Cristo nuestra existencia ha cobrado una nueva esperanza; sabemos que nuestro destino final es la gloria junto al Hijo amado del Padre. Por eso aprendamos a caminar con fidelidad por el camino de la vida que Jesús nos ha enseñado, pero aprendemos a andarlo no solos, sino en unidad, en comunidad de vida. Si vamos así, amando en esa unidad, tendremos la seguridad de alegrarnos eternamente en el gozo del Señor que nos amó primero (cf. 1 Jn 4,19). Quienes hemos experimentado el amor de Dios debemos ir al mundo unidos por la misma fe, por el mismo amor e impulsados por el mismo Espíritu. «Tengo siempre presente al Señor y con él a mi lado, jamás tropezaré» dice el salmista hoy (Sal 15 [16]). Mientras haya divisiones entre quienes creemos en Cristo, habrá tropiezos y así ¿quién se animará a seguir sus huellas? No es el apasionamiento lo que hará que las personas se encuentren con Cristo, pues una fe nacida desde esos sentimientos terminará por derrumbarse fácilmente.
El Señor nos pide aceptarlo a él en nuestro propio interior para que sea él quien continúe su obra de salvación por medio de la unidad de la Iglesia, en donde estamos llamados a «ser uno», como nos recuerda el Evangelio de hoy (Jn 17,20-26) dejando actual al Espíritu Santo que nos da una diversidad de dones para el bien de todos. Es esta forma de amar en la unidad en donde el amor se hace misionero y conduce a la Fe. Es la unidad en el amor la que evangeliza. «¡Miren cómo se aman! Miren cómo están dispuestos a morir el uno por el otro», decía Tertuliano en el Siglo II). Eso debería poder decirse de todos los que tenemos fe, de tal manera que esta fe, que se manifiesta en la unidad por un amor, el amor de Dios, llegara a ser atrayente. María, nuestra Madre, se encontrará en medio de los discípulos, es decir, junto con toda la Iglesia, el día de Pentecostés. Ella será la primera que nos recuerde la tarea que recibió de su propio Hijo, y que ahora nos entrega: «Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy con ellos». ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico en espera de Pentecostés!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario