Hoy y todavía mañana miércoles, tendremos como salmo responsorial en la Misa algunos fragmentos del salmo 67 del que ya hablé ayer. En este salmo encontramos palabras que, si las ponemos en nuestros propios labios, nos llevan a agradecer a Dios su acción misericordiosa en el gran regalo de no dejarnos nunca solos. Nos encontramos, en esta época de la historia que nos ha tocado vivir, un tiempo de la historia de la humanidad que va más allá de la postmodernidad y de la dictadura del relativismo; estamos situados frente a una sociedad cuyo paradigma cultural y modo de vivir se desliza por la rampa del nihilismo y sus derivados en la vida personal, familiar, social y política. El nihilismo (se lee niquilismo) es una corriente filosófica que sostiene la imposibilidad del conocimiento, y niega la existencia y el valor de todas las cosas, haciendo de la sociedad lo que podríamos llamar con los matices necesarios «la ruina del sujeto»: ruina de la persona, de la familia, de la sociedad reducida al mercado y de la política con sus expresiones totalitarias revestidas de democracia formal.
El salmo 67 [68] nos da la clave para no desfallecer en la tarea de la nueva evangelización sin sentirnos solos en este remar contra corriente. Como el salmista y Jesucristo hemos de sentir celo por la casa del Señor, por el Evangelio, por la Iglesia, y hemos de suplicar la gracia de la conversión para volver a poner a Dios en el centro de nuestra vida personal, familiar, social y política. Desde estos criterios podemos entender el Evangelio de hoy (Jn 17,1-11). Sin la llamada de la gracia, muchos de nuestros antepasados, como el hijo pródigo, no hubieran decidido volver a casa. Sin la ayuda de Dios, que fortalece a su pueblo, la Iglesia sucumbiría en las garras de esa situación social que parece llevar al hombre hacia la nada. Por tanto, necesitamos suplicar constantemente a Dios para que toque los corazones de todas las personas y, a la vez, hemos de salir —como nos recuerda el Papa Francisco constantemente— a buscar a nuestros hermanos heridos para conducirlos a la Iglesia, a la casa del Padre que es la verdadera posada.
El evangelio de Juan se adentra hoy y mañana en el largo y denso capítulo 17. Es un capítulo tan cuajado de contenidos que, ante la imposibilidad de presentarlos detalladamente, bastaría con agruparlos todos bajo las primeras palabras pronunciadas por Jesús: «Ha llegado la hora». Al comienzo del evangelio de hoy, Jesús es renuente a realizar el signo que su madre le pide en Caná, porque «no ha llegado todavía mi hora» (Jn 2,4). En vísperas de su muerte, no hay ya nada que esperar. El trigo está listo para la cosecha. El plazo se ha cumplido. La «hora de Jesús»” es la entrega suprema de la muerte. Y, por eso, es también la hora de la glorificación y de la eficacia máxima. Esas palabras de Jesús, releídas y meditadas en estos días de su ascensión al Padre, nos dicen claramente que su «encarnación» culmina en una «glorificación», recordando que al ser glorificado Él nunca olvidará la vida y la historia «encarnada». Él siempre será «El Verbo Encarnado» y nunca nos abandonará. Dios ha sido nuestra fortaleza, nuestro poderoso protector, nuestro amparo, nuestro auxilio. Dios jamás nos ha abandonado ni nos dejará solos en nuestros sufrimientos, en nuestras pobrezas y enfermedades. Como Dios misericordioso lleno de amor por sus Hijos, Él nos ha colmado de sus favores. Más aún, viéndonos desorientados como ovejas sin Pastor, envió a su propio Hijo para que quienes creamos en Él, en Él tengamos el perdón de nuestros pecados y la vida eterna y envía, con su Hijo Jesús, al Espíritu Santo, para iluminar nuestras mentes y mantener en pie nuestros corazones. Por eso, en espera del día de Pentecostés, lo bendecimos, lo glorificamos, los ensalzamos ahora y por siempre, pues nos lleva sobre sus alas para salvarnos y librarnos de la muerte. Vivamos con María y los Apóstoles estos días previos a la fiesta de Pentecostés intensamente, seguros de que el Señor no nos dejará nunca solos. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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