domingo, 23 de junio de 2019

«De ti está sedienta mi alma»... Un pequeño pensamiento para hoy

Al leer el salmo 62 [63] que este domingo se nos presenta como salmo responsorial, uno puede preguntarse: ¿qué significa tener sed de Dios? Dice el salmista: «de ti está sedienta mi alma». Eso quiere decir que él quiere acercarse a Dios en oración de fe y adoración. La oración y la adoración son los medios provistos por el Señor para que podamos tener una íntima comunión con él. A Dios le buscamos porque vivimos en un mundo que no puede recibir la manifestación de la gloria de Dios en su esencia, un mundo que prácticamente lo ha sacado de la escena y ha puesto falsos dioses en su lugar, construyendo como una especie de barrera que a muchos los ha separado de Él. Por esto, algunos de los grandes escritores de espiritualidad, afirman en sus libros que el mundo es un desierto espiritual donde escasea la vida de Dios, a causa de su enemistad con Dios. 

Todos hemos sentido sed en nuestra boca —sobre todo quienes experimentamos días de más de 40 grados Celsius (unos 104 Fahrenheit)— y sabemos que esa sed manifiesta una necesidad de agua y nada más la puede saciar. De la misma manera el alma también experimenta una sed, sed por la presencia de Dios. Nadie más en esta vida, que el mismo Dios podrá saciar esa sed espiritual en nuestro interior, y aun así muchas veces se quiere saciar la sed con otras cosas. El enemigo es astuto, y engaña haciendo creer que no es sed de Dios lo que se se siente, sino una necesidad de adquirir posesiones, fama, o reconocimiento, entre otras cosas. Pero el que conoce a su Dios no será confundido jamás, y podrá decir como David, a quien se le atribuye este salmo: «todo mi ser te añora como el suelo reseco añora el agua». Al decir, «todo mi ser te añora», el escritor sagrado, inspirado por Dios, expresa que su necesidad abarca su interior y exterior. Todo su ser clama a Yahvé por las aguas refrescantes de su Espíritu. El refrigerio de la presencia de Dios en nuestras vidas, nos renueva y nos ayuda a seguir adelante, por eso cada ocho días —por lo menos— nos congregamos para celebrar la Eucaristía rogando al Señor que sacie nuestra sed. Es lamentable que hoy en día, la tierra seca y árida no sea el desierto de Judá —que ciertamente es impresionante, y eso que yo estuve allí solamente unas horas—, sino muchos corazones carentes de la gloria de Dios y del poder del Espíritu Santo porque no tienen tiempo para Dios. 

San Lucas, en el Evangelio de hoy, nos muestra a Jesús que ora al Padre saciando esa sed. Lucas es el único que nos habla de esta oración en presencia de sus discípulos. Una oración al Padre que es señal de su relación singular con él, en la que nadie puede inmiscuirse, pero de la que todos son beneficiados. Este evangelista muestra a Cristo en oración cada vez que va a tomar una decisión importante o va a comprometerse en una nueva etapa de su misión (cf. Lc 3, 21; 6, 12; 9, 29; 11, 1; 22, 31-39), como diciéndonos, en el contexto de la liturgia de este domingo, que Cristo, antes de saciar la sed de las multitudes, sacia su propio corazón, su alma, todo su ser, con el agua viva que fluye de la misericordia del Padre. Hoy más que nunca necesitamos ir a Dios para saciar nuestra sed. Nuestra fe cristiana crece y se robustece en la medida en que vamos saciando esa sed. Celebrar la Eucaristía «cargando la cruz de cada día», es saciar esa sed espiritual que se deja sentir. Pidámosle a María, en este domingo, que nuestro corazón esté dispuesto a recibir el Agua Viva que calma nuestra sed. ¡Bendecido domingo! 

Padre Alfredo.

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