Todos los días de este año litúrgico, he estado deteniéndome, de una manera más particular, en el salmo responsorial de la Misa de cada día. El salmo de cada Eucaristía, en la liturgia de la Palabra, está puesto para provocar una respuesta de fe en quien escucha la Palabra y así da su asentimiento al diálogo de salvación que Dios realiza en la acción litúrgica. Va en relación con el contenido de la primera lectura, o con el sentido general del tiempo, por ejemplo con salmos mesiánicos en Navidad —«Cantad al Señor un cántico nuevo…»)— o con salmos pascuales, a lo largo de la cincuentena pascual —«La piedra que desecharon los arquitectos…»—. Siempre ha formado parte integrante de la liturgia de la Palabra de forma sencilla. Desde tiempos antiguos, el cantor entonaba un verso o antífona que luego repetían todos los fieles, y así contestaban a cada estrofa. Es el «gradual», como antes lo llamaba la liturgia romana, porque se cantaba desde las gradas o escalones del ambón. Es hermoso dejar que el Señor nos hable y que nosotros respondamos con la antífona.
Algunos de los Padres de la Iglesia, han dejado unos verdaderos tesoros a la Iglesia y a la humanidad, en algunas homilías que parten del salmo que se había cantado o comentando incluso el mismo salmo, versículo a versículo. Así tenemos comentarios a los salmos de San Hilario de Poitiers, una serie de Orígenes, una carta-tratado de San Atanasio para interpretar los salmos, una colección de homilías de San Juan Crisóstomo, o las magníficas narraciones sobre los salmos de san Agustín. Los salmos, inspirados por el Espíritu Santo, para ser salmodiados —es decir cantados— implican siempre la interiorización y el silencio contemplativo incluso cantando. La liturgia es así. Los Padres de la Iglesia —de los que ya mencioné algunos— amaron los salmos y se entretuvieron, paciente, diligentemente, en desgranarlos a los fieles cristianos para que los cantasen junto con Cristo, oyendo a Cristo en los salmos. Por eso son importantísimos para la liturgia y por eso mismo he querido tomar en este año C el salmo como eje de mi reflexión.
Este sábado, la liturgia nos invita a adentrarnos en el salmo 102 [103 en la Biblia] viendo en él un maravilloso poema de profunda sensibilidad lírica y religiosa, un himno a Dios, creador y conservador del universo y de todo lo que en él hay: la naturaleza muda, el reino vegetal, el animal y el hombre, es decir, todas las maravillas y esplendores de la creación, en su diversa y rica manifestación. Se trata de una lección maravillosa de alta teología natural, en la que se descubre la profunda teología de los seres bajo la providencia divina. Es un comentario poético del primer capítulo del Génesis: el mundo inanimado al servicio del mundo viviente, éste al servicio del ser humano, y éste, rey de la creación, al servicio de Dios. En su maravillosa obra se transparenta su grandeza deslumbradora, su magnificencia, su bondad y su poder. Todo es maravilloso —las fuerzas de la naturaleza y los seres vivientes—, porque todo es reflejo del amor de Dios y su sabiduría divina. Después de haber creado el universo dio la vida, y ésta se renueva incesantemente por su soplo conservador. Todo lleva el sello de una finalidad concreta, lo que supone orden, belleza, bondad y armonía. Cada día, después del salmo responsorial, nos acercamos al Evangelio, la predicación del Señor, de esta manera, vemos que el salmo responsorial nos prepara para acoger su mensaje de amor y alcanzar la plena amistad y comunión con Él. Al encontrarnos con el salmo responsorial de cada día, hagámoslo como María, la mujer maravillosa que escuchó siempre la Palabra de Dios y brindó su respuesta a la misma. Hoy que es sábado la recordamos de manera especial dejando que, al contacto con la palabra, digamos como ella: «Hágase en mí según tu palabra»; esta es la actitud, que, como María, debemos de tener y, como ella, vivir en un «sí, cuando debe ser sí y un «no» cuando debe ser no (Mt 5,33-37). ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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