Hoy es el día de Pentecostés, es decir, la celebración del misterio de la venida del Espíritu Santo en lenguas de fuego sobre la cabeza de los apóstoles. Es el culmen del misterio de nuestra fe: Dios Padre y Jesucristo, que ha ascendido a los cielos, nos envían desde lo alto el don del Espíritu Santo. Con esta celebración, la segunda fiesta más importante del año después de la Pascua, concluimos el tiempo pascual. El acontecimiento es maravilloso e irrumpe en un mundo fraccionado en lenguas y culturas, y, sin suprimir las diferencias, sienta las bases para una fraternidad universal. A la luz de este acontecimiento, vemos cómo necesitamos preparar nuestro interior para recibir al Espíritu Santo. Así lo recuerda el gran San Agustín cuando dice: «Por tanto, si quieren recibir la vida del Espíritu Santo, conserven la caridad, amen la verdad y deseen la unidad para llegar a la eternidad. Amén» (Sermón 267).
Cincuenta días después de la Pascua, los judíos celebraban la fiesta de Pentecostés, o la fiesta de las Tiendas. En esa fiesta celebraban que siete semanas después de salir de Egipto, el pueblo llegó al monte Sinaí, y Dios les entregó allí, por medio de Moisés, las tablas de la Ley haciendo alianza con su pueblo. Ese día de Pentecostés, cincuenta días después de la Resurrección de Jesucristo, los apóstoles estaban reunidos en el Cenáculo, con las puertas cerradas por miedo a los judíos, y allí recibieron, junto con la Madre del Señor, el don del Espíritu Santo. De esta manera, la alianza ya no quedó escrita en tablas de piedra, sino en el corazón de cada hombre, grabada a fuego por el Espíritu Santo. Pentecostés, para cada discípulo–misionero, es la fuerza del Espíritu Santo, el Espíritu de Dios que impulsa a la Iglesia a salir fuera y a anunciar el Evangelio de Cristo. En la primera lectura de hoy (Hch 2,1-11), escuchamos el relato de este momento. Después de que el Espíritu Santo bajara sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo, ellos salen con fuerza a anunciar la Buena Noticia en todas las lenguas conocidas, para que todos aquellos que los escucharan pudieran entender el Evangelio que predicaban. Podemos decir que con este acontecimiento se puso en marcha la Iglesia, saliendo del miedo para llevar a todos la palabra de Dios. El don de lenguas, don que da el Espíritu Santo, es una señal de la universalidad del Evangelio: todos podían entenderles.
Junto a esta lectura resuena con gran fuerza el Evangelio de san Juan (Jn 14,15-16. 23-26) que habla de ese Espíritu que vendrá sobre los Apóstoles y claro, sobre María Santísima. El mismo evangelista nos narra en otra escena que en determinado momento, la tarde del día de la Pascua, Jesús «sopló sobre los Apóstoles y les dijo: "Reciban el Espíritu Santo» (Jn 20,22). Por eso la Iglesia toma hoy, como salmo responsorial, el salmo 103 que hace evocación del «soplo» de Dios que da vida y que ahora desciende en forma de lenguas de fuego. Una misma palabra, «ruah», designa en hebreo el viento, el soplo, el aliento y el espíritu vital —los traductores griegos lo llamarán pneuma, y los latinos spiritus—. Si un hombre, animal o planta muere, el salmista, que contempla la naturaleza, entiende que Dios le ha retirado el ruah, y por eso vuelve al polvo de donde había salido (v. 29). Pero Dios no cesa de enviar su espíritu a la tierra, renovando así la creación y repoblando constantemente la faz de la tierra. Todo aliento de vida de la creación es una participación o reflejo del ruah de Dios. Si sigue habiendo vida sobre la tierra, es porque Dios no cesa de enviar su aliento, su soplo, su Espíritu. El gesto de Jesús exhalando su aliento sobre los discípulos, después de la promesa que ha hecho en el Evangelio que hoy hemos escuchado, sugiere el sentido cristiano de este salmo, uno de los más hermosos del salterio. Desde la tarde de la Resurrección a la mañana de Pentecostés, el efecto de la resurrección de Jesús es permanente: dar, suministrar, comunicar su Espíritu. Por eso podemos en este día en que se cierra el tiempo de Pascua, que siempre es Pascua de Resurrección y siempre es Pentecostés. Con el don del Espíritu de Cristo resucitado, podemos proclamar a todas las naciones, sin importar la lengua, las costumbres, el color, que Dios es definitivamente el «Emmanuel», el Dios–con–nosotros. Y donde está el Espíritu, está también el Padre y el Hijo. ¡Ven Espíritu Santo y enciende el fuego misionero en nuestro corazón!
Padre Alfredo.
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