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El salmo 46 [47] tiene un puesto privilegiado en la liturgia de este día de la Ascensión del Señor. Por medio de él, la Iglesia celebra el triunfo de Cristo al fin de su vida mortal y su entrada solemne en el Cielo, después de haber conquistado para nosotros la Tierra Prometida. Este salmo —que bien podemos releer en casa, además de tenerlo en la Misa—, nos ayuda a asistir al momento culminante de la Pascua del Señor Resucitado, a su entronización y glorificación. Desde que aquellos primeros cristianos confesaban a Dios como «Creador del cielo y de la tierra», todo discípulo–misionero sabe que Dios está en el cielo, en la tierra y en todo lugar, de esta manera vemos que transciende su propia obra. Está presente, sin duda alguna, en el cielo de los niños, de los poetas, de los enamorados, de los que padecen hambre y sed de justicia, es decir, en el corazón del hombre, en la más profunda intimidad de nuestra esperanza. Subir al cielo es, para nosotros, hombres y mujeres de fe, recorrer el camino de la esperanza, llegar hasta el fondo de las auténticas aspiraciones humanas. La expresión del salmista: «Entre voces de júbilo y trompetas, Dios, el Señor, asciende hasta su trono», nos hace sumergirnos con una inmensa gratitud, en la hondura de nuestro corazón, para no quedarnos parados mirando el cielo (Hch 1,1-11) «paralizados» por la trampa del progreso.
La fe en la ascensión del Señor y en su venida es también hoy, como digo, una fe combatida, porque la auténtica esperanza ha sido sustituida por la trampa de expectativas que están puestas en cosas materiales que no son las del cielo. La sociedad actual, que ha sacado a Dios y lo que querido encerrar «en su cielo», siente en el fondo la angustia de otras fronteras y se ve encerrado, «paralizado» en la prisión de su propia técnica. Se planifica el nacimiento, se programa la educación, se racionaliza el trabajo, se dicta lo que tenemos que consumir, y se convence a muchos de que no existe más futuro que lo que vemos en este mundo. Así, sin esa visión del salmista y de los primeros cristianos, se mata la esperanza, se apoca la fantasía y se recorta la libertad. Sin esperanza, sin fantasía y sin libertad no podremos ascender al cielo que nos propone Jesús. No queremos quedarnos encerrados en los pequeños paraísos que el mundo nos ofrece a corto plazo, queremos alcanzar ese cielo donde podremos ver al Señor cara a cara y gozar de la presencia de María, de los santos, de todos aquellos que sin haberse quedado parados «paralizados», pusieron los pies en la tierra y la mirada en el cielo, poniendo las manos en el trabajo apostólico para alcanzar la vida eterna. ¡Feliz y bendecido domingo de la ascensión del Señor!
Padre Alfredo.
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