domingo, 2 de junio de 2019

«Entre voces de júbilo, Dios asciende a su trono. Aleluya»... Un pequeño pensamiento para hoy

Sabemos, sobre todo por lo que san Pablo nos platica en sus cartas, que las primeras comunidades cristianas tuvieron muchas dificultades para seguir siendo fieles al mandato que el Maestro les había hecho antes de despedirse, el mandato de seguir predicando el Evangelio del Reino, esa disposición que había dejado Cristo a los suyos antes de subir a los cielos (Lc 24,46-53). El autor de la carta a los Hebreos les anima a no desanimarse, a no perder nunca la esperanza, porque Dios va a seguir siendo fiel a su promesa (Heb 9, 24-28;10,19-23). El Señor, antes de despedirse, les había prometido su intercesión ante el Padre, desde el mismo cielo. Han pasado muchos, muchos años y nosotros ahora, también tenemos problemas y dificultades para predicar el evangelio de Jesús a un mundo siempre ocupado en otras cosas, la mayoría de ellas pasajeras y muchas que no valen la pena. El día de hoy, en el que la liturgia nos recuerda que «entre voces de júbilo, Dios asciende a su trono», como repetimos en el salmo responsorial (Sal 46 [47]), la Iglesia nos invita a que no nos desanimemos, a que no perdamos la esperanza, porque Jesús sigue intercediendo por nosotros ante el Padre, y nuestro Dios es un Dios fiel a sus promesas. El hombre y la mujer de fe, que se saben discípulos–misioneros de Cristo, saben que el triunfo de Jesús sobre la muerte —que celebramos todo este tiempo pascual— es también nuestro triunfo e incluso la victoria de toda la humanidad, porque fue por nosotros los hombres y por nuestra salvación que «subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre» —como recitamos en el Credo—. Por ello, no sólo la Iglesia, sino incluso todos los pueblos deben, como nos dice el salmista, aplaudir y aclamar a Dios con cantos de alabanza y de júbilo. 

El salmo 46 [47] tiene un puesto privilegiado en la liturgia de este día de la Ascensión del Señor. Por medio de él, la Iglesia celebra el triunfo de Cristo al fin de su vida mortal y su entrada solemne en el Cielo, después de haber conquistado para nosotros la Tierra Prometida. Este salmo —que bien podemos releer en casa, además de tenerlo en la Misa—, nos ayuda a asistir al momento culminante de la Pascua del Señor Resucitado, a su entronización y glorificación. Desde que aquellos primeros cristianos confesaban a Dios como «Creador del cielo y de la tierra», todo discípulo–misionero sabe que Dios está en el cielo, en la tierra y en todo lugar, de esta manera vemos que transciende su propia obra. Está presente, sin duda alguna, en el cielo de los niños, de los poetas, de los enamorados, de los que padecen hambre y sed de justicia, es decir, en el corazón del hombre, en la más profunda intimidad de nuestra esperanza. Subir al cielo es, para nosotros, hombres y mujeres de fe, recorrer el camino de la esperanza, llegar hasta el fondo de las auténticas aspiraciones humanas. La expresión del salmista: «Entre voces de júbilo y trompetas, Dios, el Señor, asciende hasta su trono», nos hace sumergirnos con una inmensa gratitud, en la hondura de nuestro corazón, para no quedarnos parados mirando el cielo (Hch 1,1-11) «paralizados» por la trampa del progreso. 

La fe en la ascensión del Señor y en su venida es también hoy, como digo, una fe combatida, porque la auténtica esperanza ha sido sustituida por la trampa de expectativas que están puestas en cosas materiales que no son las del cielo. La sociedad actual, que ha sacado a Dios y lo que querido encerrar «en su cielo», siente en el fondo la angustia de otras fronteras y se ve encerrado, «paralizado» en la prisión de su propia técnica. Se planifica el nacimiento, se programa la educación, se racionaliza el trabajo, se dicta lo que tenemos que consumir, y se convence a muchos de que no existe más futuro que lo que vemos en este mundo. Así, sin esa visión del salmista y de los primeros cristianos, se mata la esperanza, se apoca la fantasía y se recorta la libertad. Sin esperanza, sin fantasía y sin libertad no podremos ascender al cielo que nos propone Jesús. No queremos quedarnos encerrados en los pequeños paraísos que el mundo nos ofrece a corto plazo, queremos alcanzar ese cielo donde podremos ver al Señor cara a cara y gozar de la presencia de María, de los santos, de todos aquellos que sin haberse quedado parados «paralizados», pusieron los pies en la tierra y la mirada en el cielo, poniendo las manos en el trabajo apostólico para alcanzar la vida eterna. ¡Feliz y bendecido domingo de la ascensión del Señor! 

Padre Alfredo.

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