El salmo 146 [145 en la Liturgia] del que hoy tenemos como salmo responsorial algunos fragmentos, es un escrito inspirado por Dios que podríamos titular: «el salmo de todos» porque, si lo leemos completo, seguro que nos damos cuenta de que en alguna etapa de nuestra vida hemos tenido alguna situación que, al recordarla, nos hace abrazar el salmo como si fuera solo nuestro y repetir una a una sus palabras. El Salmo comienza con una invitación a alabar a Dios no sólo con nuestros labios, sino desde el corazón, y después enumera una larga serie de motivos de alabanza, expresados todos en tiempo presente invitándonos no solamente a ir al pasado, sino a alabar a Dios desde el «hoy» que estamos viviendo, en esta vida que recorremos a la sorpresa de Dios cada día. Pero, ¿cómo hacer para alabar a Dios, en medio de esta sociedad tan cambiante, tan materializada, tan lejos de Dios y ¿cómo llegar a Dios en el ambiente difícil en el que nos ha tocado vivir? La forma más fácil es imitando al mismo Dios que es amor (1Jn 4,8). Amando al estilo de Jesús como nos recuerda el Evangelio de hoy (Mt 5,43-48) brincándose, por así decir, los criterios de vista corta que nos pone el mundo actual. Amar a todos. Amar a ejemplo del Señor. Este es el resumen de lo que constituye alabar al Señor toda la vida. Cristo nos pone para ellos el ejemplo de su Padre que hace el bien sobre buenos y malos.
Cristo mismo desde la cruz nos enseña el valor redentor del amor. Más aún, todos los días en cualquier sagrario el amor de Cristo, hecho pan, está presente para ser consuelo de justos y pecadores y para que le alabemos nos solo allí frente a su presencia sacramental, sino para que de él mismo tomemos la fuerza para alabarle en cada instante de nuestro diario quehacer. Ciertamente, cuando comprendemos lo que significa alabar al Señor, entendemos que ese deseo de alabarle nos lleva a no quedarnos indiferentes ante la magnitud del amor de Cristo. Hoy, a la luz del salmo responsorial y del Evangelio, queriendo alabar siempre al Señores, escuchemos su invitación y hagámosla nuestra: «sean perfectos como su Padre celestial es perfecto». ¡Qué gran invitación! Esta encierra, en pocas palabras, el camino de la santidad, de nuestra salvación, la forma para alabar a Dios, pero... ¡qué difícil! Sabemos que para lograr amar así, somos auxiliados en cada momento por Dios y en él hay que poner nuestra esperanza. Amar sin medida, es la medida del Amor verdadero. Dios es Amor, él «hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y manda su lluvia sobre los justos y los injustos» (Mt 5,45). Y el hombre, chispa de Dios, ha de luchar para asemejarse a Él cada día, «para que sean hijos de su Padre celestial». ¿Dónde encontramos el rostro de Cristo? En los otros, en el prójimo más cercano. Ahora que estoy junto con mi familia, enfrentando cada día la enfermedad de mi padre, recuerdo aquello que alguien me decía una vez: «Es muy fácil compadecerse del dolor de algunos que vemos en las noticias... pero, ¿los de casa? ¿Y nuestros compañeros de trabajo? ¿Y le vecina que está sola y que podríamos ir a hacerle un rato de compañía? Los otros, ¿cómo los tratamos? ¿Cómo los amamos? ¿Qué actos de servicio concretos tenemos con ellos cada día?
Son poco más de las 9 de la mañana y precisamente por esta situación especial que se vive en casa, con la visita inesperada de Dios en la enfermedad de papá, voy apenas acabando de escribir mi pequeño pensamiento. ¿Tendré que cambiar mi tiempo de oración más largo para las últimas horas del día? ¿Será mejor escribir a mediodía o en cualquier espacio de tiempo que haya entre lo inesperado de cada momento aquí? No lo sé. Sólo sé que el alabar al Señor implica ese amar sin esperar nada a cambio. Y que cada día, para medir el amor, tenemos que echar fuera de nuestra vista las calculadoras. La perfección del discípulo–misionero a la que hoy invita Jesús, implica amar sin medida. La perfección la tenemos en nuestras manos en medio de nuestras ocupaciones diarias ordinarias y como nos toca ahora con papá, en las extraordinarias también, haciendo lo que toca en cada momento, aunque los planes personales se tengan que tirar por la borda. La Madre de Dios, en las bodas de Caná de Galilea, se dio cuenta de que los invitados no tenían vino. Y le pidió al Señor que hiciera el milagro. Pidámosle hoy el milagro de saberlo descubrir en las necesidades de los otros aunque lo que planeábamos terminar de hacer hace dos, tres o cuatro horas, apenas y se pueda concluir. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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