lunes, 3 de junio de 2019

«El Pentecostés judío y el Pentecostés cristiano»... Un pequeño pensamiento para hoy


El salmo 67 [68], del que hoy tenemos para el salmo responsorial unas cuantas líneas, es llamado «El Titán de los salmos». Se trata de un escrito muy complejo, visto por algunos estudiosos como el salmo más difícil y oscuro de todo el salterio. Sin embargo, este cántico, cuyo origen se remonta al siglo X antes de Cristo, constituye una página deslumbrante que atrapa al orante con la misma intención que tenían aquellos hebreos que lo utilizaban para la fiesta judía de «Pentecostés» y los primeros cristianos que lo utilizaban, precisamente, para el tiempo de la ascensión del Señor y después, como preparación a la fiesta cristiana de «Pentecostés». Prácticamente el día de hoy tenemos el preludio del salmo en donde Dios, con su gran poder, dispersa a los malvados, quienes «cual se disipa el humo, se disipan» y perecen «como la cera se derrite al fuego», mostrándonos un Dios que «desde su templo santo, a huérfanos y viudas da su auxilio» y «dio a los desvalidos casa, libertad y riqueza a los cautivos». 

Seguramente en el 99% de los casos, cuando se le pregunta a un católico o a un cristiano qué se celebra en Pentecostés, responderá que la venida o efusión del Espíritu Santo. El mismo porcentaje reaccionará con sorpresa y desconcierto cuando se le confronte con el texto de Hechos de los Apóstoles que dice: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar» (Hch 2,1). Todavía no aparece mencionado el Espíritu y ya se habla del día de Pentecostés de lo que se desprende que Pentecostés antes de ser una fiesta cristiana era (y es hasta el día de hoy) una fiesta judía. Y era una inmensa fiesta: una de las tres fiestas anuales de peregrinación a Jerusalén que se celebraban en Israel (ver Ex 23,16). Es decir, el Espíritu Santo, para decirlo de una forma gráfica, se valió de la fiesta de Pentecostés, que estaban celebrando los judíos en Jerusalén, para manifestarse. Pentecostés, para los judíos, era la segunda fiesta del calendario, la fiesta de la cosecha. Se celebraba cincuenta días después de Pascua (Pesaj), que recordaba la salida de Egipto del pueblo de Israel. En Pentecostés, los primeros frutos se ofrecían a Dios en ofrenda y esta fiesta, ponía término a las festividades agrícolas. Lentamente, se fue asociando a esta celebración, el recuerdo de la transmisión de las Tablas de la Ley a Moisés, es decir, la fundación de la religión judía. La fiesta de la cosecha se convirtió, entonces, en la celebración de la Antigua Alianza entre el Señor y su pueblo. 

Estamos viviendo la última semana del tiempo pascual y con ella, concluiremos la lectura continuada de los dos libros que nos han acompañado durante estos cincuenta días: los Hechos de los Apóstoles y el evangelio de Juan. A través de ellos hemos conocido mejor a Jesús y a su comunidad. Hemos aprendido también a encontrar, con ayuda de los salmos utilizados en este tiempo, un «punto de vista» objetivo en medio de nuestras incertidumbres. ¿Cuántas veces hemos discutido sobre la identidad de Jesús o sobre la naturaleza de la Iglesia? Muchas de las cuestiones debatidas hoy tienen que ver con estas dos realidades. ¿No nos hemos abandonado a menudo a nuestras impresiones superficiales, a la fuerza de la opinión pública, sin acercarnos a las fuentes que las iluminan? Nos falta mucho por conocer de nuestros antepasados y del origen de algunas de nuestras fiestas litúrgicas. La liturgia de esta séptima semana, entre la Ascensión —que conmemorábamos ayer, domingo— y Pentecostés —que celebraremos el domingo próximo—, nos ofrece un espacio de altísima espiritualidad eclesial y nos invita a dejar actuar a Dios en nuestras vidas. Unidos a María Santísima y a los Apóstoles, tenemos a Dios con nosotros debemos ser, como discípulos–misioneros, motivo de socorro para huérfanos y viudas —como dice el salmista hoy—, de auxilio para los desvalidos, de libertad para los cautivos y de alegría para los tristes. Sólo así estaremos manifestando, desde nuestra vida, la victoria que Cristo nos ha participado y que hemos hecho nuestra y dejaremos actuar, al Espíritu Santo en nuestras vidas. ¡Bendecido lunes! 

Padre Alfredo.

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