Esta vez escribo desde el hospital acompañando a mi padre que ha tenido que pasar la noche aquí no por algo grave gracias a Dios, sino por una deshidratación muy severa, lo cual me ha dado la oportunidad de acompañarle durante la noche y aprovechar algunos momentos de estas horas para experimentar un encuentro inesperado con Dios en unos momentos de silencio y oración que saben a gloria siempre. ¡Qué grande es el Señor! No hay duda alguna de que Dios nos tiene de la mano y no nos suelta, él nos va dando lo que necesitamos y en el momento justo. Papá pasó muy bien la noche, se va recuperando y ya está convencido —creo yo— de que debe comer, tomar agua y suero, si no quiere volver al hospital del que esperamos, hoy mismo salga.
Ya nos vamos acercando a la fiesta de Pentecostés con la que se cierra este hermoso tiempo de Pascua, el salmista irrumpe el silencio de la alborada invitándonos a bendecir al Señor por su bondad y su misericordia para con nosotros. Él nos invita en este día, con el salmo 102 [103] a meditar en que Dios ha hecho el mayor de todos los beneficios y ha ido más allá de nuestras esperanzas, pues por medio de su Hijo no sólo nos ha perdonado nuestros pecados, sino que nos ha hecho hijos suyos. Nuestra alabanza al Señor no la daremos sólo con nuestros labios, sino con todo nuestro ser, pues a pesar de que Dios tiene su trono santo en el cielo, no nos contempla como juez, ni conforme a los criterios de los gobernantes de este mundo, sino como un Padre lleno de amor y de ternura por sus hijos. Después de estar leyendo varios días el Evangelio de san Juan en escenas de la Última Cena, viendo precisamente este amor y ternura manifestado a sus apóstoles y en ellos a todos nosotros hoy, lo que leemos, no pertenece ya a esas escenas de la Última Cena, sino a la aparición del Resucitado a siete discípulos a orillas del lago de Genesaret. La perícopa evangélica de hoy (Jn 21, 15-19) tiene como protagonista a san Pedro, con las tres preguntas de Jesús y las tres respuestas del apóstol que le había negado. Y a continuación Jesús le anuncia «la clase de muerte con que iba a dar gloria a Dios».
Pedro, el apóstol impulsivo, el que decía que de veras amaba a Jesús, aunque se había mostrado débil por miedo a la muerte, tiene aquí, en este relato, la ocasión de reparar su triple negación con una triple profesión de amor. Jesús le rehabilita delante de todos: «apacienta mis corderos... apacienta mis ovejas». A partir de aquí, como hemos visto en el libro de los Hechos, Pedro dará testimonio de Jesús ante el pueblo y ante los tribunales, en la cárcel y, finalmente, con su martirio en Roma. Llegando casi al final de la Pascua, cada uno de nosotros podemos reconocer que muchas veces hemos sido débiles, y que hemos callado por miedo o vergüenza, y no hemos sabido dar testimonio de Jesús, aunque tal vez no le hayamos negado tan solemnemente como Pedro. En este contexto, la Iglesia nos deja oír la voz del salmista que nos dice: «no te olvides de sus beneficios». Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de saber vivir en un auténtico amor a Dios, convirtiéndonos en templos suyos, de tal forma que, desde ese amor y presencia del Señor en nosotros, podamos vivir también con autenticidad el compromiso de salvación que debemos cumplir en favor de nuestro prójimo. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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