El salmista, en el fragmento del salmo 105 [106] que hoy tenemos como salmo responsorial, hace una pregunta: «¿Quién podrá contar las hazañas del Señor y alabarlo como él merece?». La pregunta que hace el salmista con el «¿Quién?», es una forma hebraica de hacer una aseveración: «Nadie puede proclamar… o expresar por completo» (cf. Ex 15,11) sino sólo Dios. El salmista, inspirado por Dios, sabe que todo aquel que confía en el Señor y establece las bases de su vida en él, tiene la puerta abierta para pedir la ayuda de Dios que es el único que nos puede ayudar a edificar una vida firme, llena de principios que puedan verdaderamente transformar nuestro mundo y cambiar positivamente la realidad que nos rodea. Si leemos este salmo completo, con sus 48 versículos, vamos a ver increíblemente lo mucho que nos parecemos al pueblo de Israel: salieron de la esclavitud de Egipto, Dios los liberó, Dios les demostró no solo lo bueno que es, sino también la misericordia que tenía hacia ellos, pero en cambio su respuesta no fue muy buena, todo lo contrario, fue de queja, echaron de menos la esclavitud egipcia, los latigazos, los malos tratos, solo porque aparentemente estar tras la esclavitud les traía seguridad de comida y hogar. Dios es bueno y su misericordia para con nosotros es para siempre. Sabemos que si nuestra vida la edificamos en él, en sus mandamientos, en su Palabra, en su presencia eucarística en Cristo, haremos de nuestra vida una alabanza y estaremos firmes ante los embates de este mundo.
Hoy esta partecita del salmo 105 [106] junto con el Evangelio, nos invitan a edificar nuestras vidas sobre la Palabra de Dios, edificándola de esta manera, sobre roca. Sólo Dios puede darle sentido a lo que vamos construyendo en nuestro breve paso por este mundo edificando nuestras vidas sobre Dios es construir algo en verdad, sólido (cf. Mt 7, 21-29). Bien dice el apóstol Santiago: «Pongan en práctica la Palabra, y no se contenten sólo con oírla.» (Sant. 1,22). Las teorías más bellas, los slogans facilitos de memorizar, los brillantes principios que se quedan en palabras sueltas... ¡no construyen nada que sea sólido! Hay que tener valor para emprender, para comprometerse, para obrar. La vida no se puede construir con palabrerías, no debe haber divorcio entre las palabras y los hechos. Ante Dios no hay lugar para engaños. Él ve y pondera las cosas a la perfección. Valen voluntad cumplida y no palabras engañosas, amor y entrega verdaderos y no presunción de que somos elegidos. Estamos llamados a construir la propia historia con solidez de piedras vivas y no fantaseando con ilusiones. Dios es el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14,6).
Vivimos en una época en la que la palabra —hablada o escrita— tiene más protagonismo que nunca. La palabra tiene alas, vuela por las ondas y se difunde por todas partes llegando hasta los lugares más insospechados, pero sabemos que lo único que Dios quiere de nosotros, es que se cumpla su voluntad, porque de esta manera se alcanzará el gozo y la verdadera felicidad. Y eso se hace, no a través de palabras y palabras, sino a través de las cosas más sencillas y cotidianas de cada día, como las que Jesús les enseñó a sus discípulos. Así, estamos llamados a construir nuestras vidas sobre palabras sólidas, como las de la Escritura, palabras que son capaces de transformar la sociedad, y no palabras para convertirse en el centro de atención y ser alabados por todos. Nuestra vida y nuestra fe de discípulos–misioneros de Cristo, tienen un gran valor cuando están unidas firmemente a la voluntad de Dios. Entonces se convierten en un faro de luz —como la misma Palabra de Dios—, en roca indestructible que puede guiar a nuestros hermanos al amor y conocimiento de Dios, como lo hace María, como lo hacen los santos y beatos, que han escuchado la Palabra de Dios y la han puesto en práctica. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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