Hoy inicio mi reflexión yéndome a la última estrofa del salmo responsorial (Sal 33 [34]) que la liturgia nos propone para este día y que dice: «Confía en el Señor y saltarás de gusto, jamás te sentirás decepcionado, porque el Señor escucha el clamor de los pobres y los libra de todas sus angustias». Una vez, visitando una parroquia en Roma, el Papa Francisco decía a los feligreses: «Está bien tener esta confianza humana entre nosotros. Pero nos olvidamos de la confianza en el Señor: ésta es la clave del éxito en la vida. ¡La confianza en el Señor, encomendémonos al Señor!» (Visita a la parroquia romana del Sagrado Corazón de Jesús el 19 de enero de 2014). Pero ese es el gran drama de nuestro tiempo: el hombre no tiene confianza en Dios, y entonces, en vez de abandonarse en las manos de su Padre del Cielo, busca por todos los medios arreglárselas con sus propias fuerzas, haciéndose así terriblemente desgraciado. Y esta es la gran victoria del padre de la mentira de nuestro gran acusador: «¡Conseguir poner en el corazón de un hijo de Dios la desconfianza hacia su Padre!».
De acuerdo a la definición del diccionario, la confianza es la «Esperanza firme que una persona tiene en que algo suceda, sea o funcione de una forma determinada, o en que otra persona actúe como ella desea. Es la seguridad, especialmente al emprender una acción difícil o comprometida». En la Biblia, además de esa definición, la palabra confianza alude a otras características. Significa tener la certeza de que la presencia del Señor es efectiva en nuestros corazones ante cualquier circunstancia. Es poseer la convicción de que podremos descansar en Él, todas nuestras cargas y salir victoriosos de esos obstáculos que se nos presentan. Y es la paz ganada, de creer que incluso en los momentos mas apremiantes de la vida, contamos con el poder del Señor, que todo lo puede y todo lo alcanza. Dice la beata María Inés Teresa —cuya fiesta, por cierto, celebramos mañana 22 de junio—: «Confianza y siempre confianza. ¿Qué podemos sin Él? (Carta colectiva de enero de 1969, desde Cuernavaca)... «Tendré hacia Él los mismos sentimientos de inmensa confianza que tuvieron todos aquellos sencillos de corazón que tuvieron la dicha de contemplarlo en su vida mortal» (A mis queridas compañeras de la Acción Católica). La confianza genuina en el Señor, se expresa, entonces, en una fe fortalecida, que nos deja sobretodo una paz y calma inigualables para afrontar cada uno de los retos que implica el complejo trayecto de la vida. Dios cuida de sus criaturas, especialmente del hombre, creado a imagen y semejanza de Él, por eso confiamos en él. Lo dice claramente el Señor en el Evangelio de hoy: «acumulen tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el moho los destruyen, ni hay ladrones que perforen las paredes y se los roben; porque donde está tu tesoro, ahí también está tu corazón».
En la salud y en la enfermedad, en la soledad y en la familia, en el trabajo y en la acción social, en la escuela y entre el grupo de amigos, todos seremos afortunados si la luz de los ojos de nuestro cuerpo, de la mente, del corazón, de la fe, de la gracia, de la solidaridad, van de la mano de la confianza en el Señor, que es el faro que se proyecta sobre nuestro horizonte existencial. En todas las obras de arte e íconos pintados acerca de la Virgen María; en todas las iglesias, estatuas y santuarios dedicados a ella; en todos los libros, himnos y poemas escritos acerca de ella, hay siempre algo que sobresale: su mirada. Y la razón es sencilla: Ella siempre confió en Dios y, como los ojos «son la luz de tu cuerpo» —como dice hoy san Mateo—, ella siempre mira con ojos de confianza siguiendo la voluntad de Dios antes que la propia. Miremos a María y pidamos, en este día, crecer en la confianza en el Señor. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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