Un mes más que termina, ya se va junio, y se va entre dos incertidumbres que en México nos tienen en ascuas: ¿Quién saldrá mañana electo como nuevo presidente? ¿Quién ganará el campeonato mundial de futbol? Las expectativas pueden ser muy positivas y llenos de esperanzas podemos ver el triunfo de quienes cada uno espera como vencedor, pero, en una contienda o en una competencia, siempre hay que estar abiertos a las diversas posibilidades y recordar aquello que dice: «¡Que gane el mejor!». nos encontramos en medio de la incertidumbre democrática, en la que nadie puede asegurar quien va a ganar. Nos encontramos en medio de la incertidumbre democrática y deportiva en la que nadie puede asegurar quién va a ganar. ¡Qué ganas de que esto fuera —tanto las elecciones como el futbol— un tiempo de fiesta y del compartir en la diversidad! Es tal vez un sueño, pero... ¿por qué no pensarlo y pedirlo? No cabe duda de que los hombres y las mujeres de fe confiamos siempre en Dios y en medio del triunfo reconocemos su presencia, su compañía cercana y su protección, pero también cuando las cosas no salen como queremos, y no es que quiera ser un «ave de mal agüero» como dicen por ahí, sino que me invito e invito a quienes me leen a poner los pies sobre la tierra y hacer dócil el corazón.
Cuando interpretamos nuestra historia personal entre «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo» (G.S. 1) desde la fe, nos volvemos más humildes, y acudimos con mayor confianza a Dios, que es el único que tiene las claves de la historia y el que sigue queriendo nuestra salvación y con ello lo mejor para nosotros. Muchos de los salmos que rezamos, tomados de la historia del Antiguo Testamento, nos sirven para expresar, también ahora, en medio de la incertidumbre, nuestros sentimientos, ayudándonos a leer la historia, siempre cambiante y sorpresiva, con sentido religioso, sin perder nunca del todo la esperanza. Al recitar el salmo 73 (Sal 73,1-7.20-21) en la Misa de hoy, repetimos con fe: «No te olvides, Señor, de nosotros». La primera lectura para este día, tomada del libro de las Lamentaciones (2,2.10-14.18-19), nos muestra un canto de dolor porque la ciudad está devastada, los ancianos han quedado callados, las lágrimas llenan los ojos de todos y hasta los niños están desfallecidos de hambre. Pero el escritor sagrado invita al pueblo a dirigirse a Dios con su oración y sus manos alzadas al cielo. Muchas veces, tenemos que levantar nuestras manos hacia Dios y «lamentarnos», como los judíos, de situaciones que nos pueden parecer dramáticas. La situación de Israel era una cuestión que parecía no tocar límites. Las nuestras tal vez también nos lo parezcan así. ¿Es que Dios se olvida de nosotros? ¿Es que su salvación se aleja o era un espejismo? La oración nos hace recapacitar sobre nuestras debilidades y sobre la grandeza y la bondad de Dios. Israel encontró en él la salvación y un motivo de mantener viva la esperanza que en Él mismo está siempre fundada.
También nosotros vivimos este último día de junio en la presencia de Dios sin dejarle a él todo el trabajo, sino comprometiéndonos a colaborar, con su ayuda, en la solución de los males de nuestro mundo. Y en la aceptación de su voluntad. En el Evangelio de hoy (Mt 8, 5-17) contemplamos dos milagros de Jesús: El Señor Jesús alaba la actitud de un centurión, un extranjero que se acerca para pedirle que cure a uno de sus criados y lo pone como ejemplo y, por otra parte, cura a la suegra de Pedro. Ahora, en nuestros días, Jesús —ahora resucitado y vivo en la Eucaristía— sigue en esa misma actitud de cercanía y de solidaridad con nuestros males. Él continúa cumpliendo la definición ya anunciada por el profeta Isaías y recogida en el evangelio de hoy: «Él hizo suyas nuestras debilidades y cargó con nuestros dolores.» (Mt 8,17). Sí, el sufrimiento, el dolor, el fracaso, la miseria humana existen. Es inútil taparse los ojos ante realidades tan evidentes. Pero hay que creer que estas no son las últimas palabras de la historia y no todo es luto y miseria. El discípulo–misionero de Cristo sabe que no está todo perdido, mientras un hombre y una mujer de fe estén por ahí orando: el diálogo con Dios continúa sea cual sea la condición, de triunfo o de fracaso y la vida sigue su curso. ¡Aumenta y conserva nuestra fe, Señor! Haz, Dios de bondad y misericordia, que todos los hombres y mujeres la descubramos y la vivamos con la misma confianza de María y pronunciando con ella, llenos de esperanza, hoy que es sábado, sus mismas palabras cargadas de fe y confianza en el Señor: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador» (Lc 1,46-47). ¡Bendecido sábado y mañana, los mexicanos mayores de edad... a votar luego de rezar!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario